lunes, 5 de septiembre de 2016

En ascuas (8/8)

No hay número VII, que da mala suerte.

Recuerdo número VIII:
Yo diría que ya se ha acabado todo. Los cuatro gatos restantes nos agrupamos en torno al disc-jockey, que está recogiendo los utensilios y preparándose para marchar. Júnior ya le ha pedido que se quedara una hora más, hasta la llegada del autobús, y ha cumplido con creces. Me fijo en un bulto a su lado, se trata de un estuche. Me pregunto qué instrumento lo ocupará para, un momento más tarde, percatarme del saxofón alto que descansa a pocos metros de distancia, apoyado en la columna. Parece que no soy el único que se ha dado cuenta.
—¿Sabés alguna de Paul Desmond? ¿Por ejemplo… Take Five? —pregunta el argentino con la voz ronca.
Ni siquiera oigo la respuesta del pinchadiscos. Su actitud corporal parece defensiva, seguramente está cansado y desea irse ya, pero no le dejan. Dos o tres personajes más se suman a la presión hasta que el disc-jockey cede:
—Está bien, está bien. Ya no es hora de tocar el saxo, pero os pongo dos o tres temas más antes de irnos.
Vítores, muchísimos vítores. Me encantan los vítores. Aunque me muero por llegar a casa, soy capaz de apreciar el heroísmo de este hombre. Ya lo decía antes que una fiesta nunca acaba hasta que el último bailarín no para.
Los cuatro gatos (excepto yo y unas pocas sombras más) vuelven a la pista de baile para agotar las canciones restantes. Yo permanezco en el círculo exterior, derrengado, concentrando todas mis fuerzas en el simple pero delicado acto de mantenerme en pie. Sénior me ve y se me acerca. No parece cansado sino pensativo, como si algo lo inquietara.
—¿Qué, Jorge, con ganas de irte?
Asiento con la cabeza para ahorrarme un monosílabo.
—Aunque la verdad es que me lo he pasado muy bien —añado, para no parecer hosco.
Sénior echa unas cuantas miradas furtivas a los lados, como si buscara a alguien con la vista. Tarda un tiempo antes de volver a hablar.
—Dime, Jorge, ¿cuántos años hace que conoces a León?
—Pues yo diría que casi veinticinco —respondo sin pensar.
—¿Y nunca os habéis peleado, dejado de hablar…?
—Sí, claro. A intervalos regulares. Somos bastante diferentes, en realidad, y tenemos nuestros más y nuestros menos, pero es algo normal. Al fin y al cabo, quien no discute es porque no habla. Como nunca ha habido mala fe, seguimos siendo amigos.
—Es curioso porque me recuerda a un amigo mío con quien hice en la mili. Lo conocí hace más de cuarenta años y todavía seguimos en contacto constante. Me alegra de que te ocurra algo parecido con León.
—Pues ya ves, don Manuel —Lo llamo don mitad en broma mitad en serio, pues sé que le gustan las muestras de respeto; también lo hago para quitarle hierro al asunto. No sé qué preocupaciones cruzan su mente, pero no es el día ni la hora de abordarlas—, aquí estamos, en la boda de su hermano. ¡Y si no me ocurre nada malo, aquí seguiré por muchos años!
—Tú, Papá, ¿ya le estás comiendo la oreja a Jorge? —dice Júnior, haciendo acto de presencia.
—Qué va, si estamos aquí charlando amigablemente —respondo yo—. Por cierto, estarás orgulloso, ¿no? Una boda fantástica, un éxito rotundo. La gente no se quiere ir de lo mucho que está disfrutando. Y vaya, el artífice de toda esta felicidad has sido tú, así que puedes estar orgulloso.
Se cruzan miradas entre padre e hijo. Noto que Júnior está exhausto, a saber a qué hora se ha levantado. Seguramente lleva más de 24 horas despierto.
—Gracias, tío, de verdad. Un placer haberos tenido a todos por aquí.
—¿León? ¡León! —Aprovecha para gritar Sénior a su otro hijo al verlo pesar por delante de nosotros—. Acércate aquí, hombre, ven un rato con tu viejo, tu hermano y tu amigo.
—¿Qué hay de nuevo, viejos? —dice colocándose entre su padre y su hermano.
Me guardo una imagen de la estampa que estoy contemplando: los tres Machado juntos, abrazados por los hombros formando una cadena humana. Quizá es por las horas, pero me resulta un dibujo conmovedor. ¿Cuántas desgracias hay que soportar para valorar una noche así?
Mi pregunta queda sin responder. El disc-jockey ha lanzado su ultimátum: la última y me voy. Es un tema comercial, de moda. Creo que es work, aunque no me fío mucho de mi memoria. Estoy un poco separado del trío Machado, concediéndoles su espacio a la vez que observando el conjunto, cuando es otra figura la que me llama la atención. Está sola en mitad de la pista, defendiendo las Termópilas como si se tratara de la última espartana. Fuerzo la vista y entiendo súbitamente que no podía ser otra persona: se trata de Isabel Allende, la madre de los Machado, deslizándose por la pista de tal forma que sólo se puede describir como dándolo todo.
—Escucha, Manuel —pregunto a Sénior mientras que trato de grabar la escena al completo en mi memoria—. ¿Recuerdas la frase que dijiste ayer, en la barbacoa, sobre los suspiros? ¿A qué te referías exactamente?

—Tú espérate a tener unos cuantos años más, Jorge. De momento ni siquiera llegas a los treinta, y todavía te falta mucho mundo por ver.

lunes, 29 de agosto de 2016

En ascuas (6/8)

Memoria número VI:
Es tarde. Muy tarde. Una hora en la que la mayoría de gente ya está pensando en levantarse y no en acostarse. Yo lo noto en mi cuerpo: mis músculos prefieren estar relajados a acometer esfuerzos, si veo una silla, me adueño de ella. Me cuesta concentrarme, más de lo habitual; el runrún del sueño merodea por mi cerebro como un manto de niebla. Tengo los ojos enrojecidos, aunque todavía no debo luchar para mantenerlos abiertos. Por último, levanto la vista al cielo y está negro, negrísimo, moteado de pequeñas estrellas incandescentes. Al menos se ven las estrellas. Por lo menos no está a punto de despuntar el sol.
Llegadas estas horas sólo quedan en pie los valientes y los que son demasiado cobardes para irse a dormir. Los cobardes hemos formado un círculo de sillas, como si nos reuniéramos en torno a una hoguera, sólo que el medio está vacío. Los valientes siguen en la pista de baile, enérgicos, pues saben que mientras quede uno solo de ellos no se va a dar por terminada la fiesta.
Han tratado de convertirme a mí mismo en un valiente. Se ha acercado una rubia desconocida y me ha agarrado por el brazo. Ven a bailar, Jorge. Conocía mi nombre, así que seguramente me la han presentado a lo largo del día. Yo no la recuerdo y ni siquiera me siento mal por ello, no puedo recordar a todo el mundo. La cuestión es que he rechazado la invitación, suavemente; más que rechazarla la he declinado, siendo todo un caballero, esforzándome por alegar alguna clase de excusa poco creíble. La rubia, sin embargo, no quería dejarme ir. Me agarraba la muñeca con fuerza, no llegándome a hacer daño pero sí con excesiva fuerza, algo poco común en alguien que sólo conoces de hace unas horas. Sé que he pensado que no debería tomarse tantas confianzas, que si le he dicho que no es que no, y no necesito justificarme. Pero sólo lo he pensado, no lo he dicho, porque Júnior ha acudido en mi ayuda. Déjalo, ha dicho, Jorge es un bailador de segunda fila, no de primera. La rubia ha encogido los hombros y se ha evaporado sin molestarme más.
De momento somos tres en el círculo de los cobardes: León, el Vikingo y yo. León y el Vikingo hablan de sus cosas, a las que no presto atención porque estoy absorto en las mías. Sin embargo, sí me fijo en la modulación de sus voces; León bastante grave, convincente,  en cambio el Vikingo, a pesar de su aspecto habla bastante agudo, en tesitura de tenor. En el fondo no me importa, no necesitas tener una voz preciosa para que preste atención a tus palabras, me basta con que tu mensaje sea interesante. Y el Vikingo tiene muchas cosas interesantes a decir.
Antes, contemplo cómo la figura de don Limpio va de un lado al otro, implacable. Camina como si estuviera furioso, como si necesitara ponerse en marcha para evitar que la ira lo consumiera por dentro. Seguramente tiene todavía tareas por delante: asegurarse de que los camareros cumplan con los horarios, vigilar que no haya cristales rotos por todas partes, qué sé yo. Al fin y al cabo es su trabajo, no el mío, y no creo que cobre mal por desempeñarlo. 
Creo que estoy inquieto, jugueteando con el cigarrillo que antes me ha liado Rita, sin acabar de decidirme a llevármelo a los labios.
—Cuéntale, cuéntale, va —Es la voz de León, apremiando al Vikingo—. La historia esa de cuando fuiste al Sónar con Felipe.
El Vikingo empieza a hablar pero yo estoy muy cansado y disperso y no me entero de nada. Soy medio consciente de que la historia vale la pena, de que me alegraré de haberla escuchado, así que emprendo un esfuerzo activo para prestar atención.
—Por eso, no teníamos mucho dinero y necesitábamos conseguirlo cuanto antes —dice la voz, aguda pero aterciopelada, del Vikingo. La historia ya está empezada pero confío en no haberme perdido nada trascendente—. Nuestro objetivo era ir al Sónar, así que Felipe tuvo una idea: ¿y si logramos que nos financien otros nuestra expedición? El plan era sencillo. El Sónar se celebra anualmente a mediados de junio, en Barcelona. Cogimos el barco aquí, en Palma, y nos plantamos en la península. De aquí no nos llevamos prácticamente nada, sólo mi furgoneta. Una vez allí, Felipe hizo uso de sus contactos y nos prestaron un buen cargamento: principalmente hachís, aunque también nos llevamos un poco de M y coca. El festival dura tres días, así que fuimos generosos. Había confianza, antiguas transacciones avalaban la fiabilidad de Felipe, así que quedamos en arreglar cuentas después. Felipe era el que partía el bacalao, el que conocía gente; yo me limitaba a proporcionar la furgoneta y mi propia presencia.
La historia se está volviendo interesante. Incluso se me está despejando un poco la mente.
Entonces —continúa el Vikingo—, conduje por media Cataluña con la furgoneta a rebosar de droga. Que si ahora tenemos que ir a Vic, luego pasar por Castelldefels, dirigirnos a Hospitalet… Yo con un miedo en el cuerpo enorme, ¿y si nos paran los mossos? ¿Y si hay algún control? Los móviles de ahora tienen aplicaciones para ayudarte a evadirlos, pero no me fiaba demasiado. Felipe, sin embargo, iba más tranquilo, más confiado, como si fuera imposible que aquello saliera mal. El día anterior al inicio del festival ya nos apostamos por los alrededores del recinto. Yo no sabía muy bien cómo actuar, pero Felipe sí: con mucha naturalidad. Como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Y funcionó. En pocas horas ya habíamos reunido el dinero necesario para pagarnos las entradas y aquello estaba todavía por empezar. Los tres días siguientes fueron una maravilla. No os podéis imaginar lo que ansían drogarse los extranjeros, y la cantidad de pasta que manejan. Aquí estamos en un lugar privilegiado, muchísimo sol, un buen clima. Viene aquí un inglés, pretendes cobrarle diez pavos el gramo de chocolate y se cree que es una ganga. Te lo quitan de las manos. Rápidamente corrió la voz, dos pavos majos en una furgoneta venden buen material a precio asequible, y en dos días vendimos todo lo que teníamos. ¡En dos días! Teníamos dinero de sobra para pagar a los proveedores, las entradas, el billete de barco e incluso volveríamos a Mallorca con un pellizco extra. La jugada nos había salido redonda y, encima, el tercer día podíamos dedicarlo exclusivamente al festival en sí.
—¿Qué maravilla, no? —pregunta León.
—No te lo puedes ni imaginar, hay que estar ahí para entenderlo. La música es extraña, no te voy a mentir. Rollo electrónico y experimental, viene de perlas para vender droga. Pero el ambiente… es totalmente imposible de describir. Es como si la gente mutara al entrar en un festival, ¿entendéis? No sólo en éste, sino en todos. Dejan de ser ellos mismos, se convierten en otra cosa. A ver, no faltan los que buscan malos rollos y dar el palo a algún pobre desgraciado, pero son la excepción. Muy al contrario, la mayor parte de los asistentes parece haber encontrado la paz: están experimentando la plenitud, fusionándose con el cosmos. Suena muy etéreo, lo sé. Voy a poneros un ejemplo:
Era el tercer día del festival, más de las seis de la mañana. Se respiraba un aire de despedida; todos éramos conscientes de ello pero nos resistíamos, pensando: va, una canción más, hasta que salga el sol, y luego todavía queda el bis de cortesía. Un poco lo que está ocurriendo ahora mismo aquí —añade el Vikingo mientras señala hacia la pista de baile, donde una docena de personas siguen entrelazándose los unos con los otros—. Yo en primera fila, cómo no, disfrutando del evento como el que más, porque me lo he currado, he arriesgado y me ha salido bien y me lo merezco. No paro de dar vueltas, de girar, de hacer el animal, y no me preocupa. Felipe está a mi lado, portándose de forma parecida. ¿Verdad? Lo busco y no lo veo. ¿Dónde habrá ido? Me doy una vuelta, esquivando vasos de plástico y codazos ajenos. No lo veo. Habrá ido a mear, o habrá salido un momento. No pasa nada. Deshago mis pasos y me vuelvo a mi lugar de origen, donde sé que Felipe será capaz de encontrarme, pero de camino algo llama mi atención. Se trata de un loco vestido de torero.
—¿Un tío vestido de torero? —escucho que pregunta mi propia voz.
—Un puto torero, tío. Es decir, no un torero de verdad, pero un tío con un traje de luces. Yo soy totalmente anti-taurino, no te creas. Torturar un pobre animal… bien podríamos volver a echar cristianos a los leones. Sin embargo, aquél torero me llamó la atención por varios motivos. El primero, no era un torero de verdad, no había nada que lo uniera a la ideología que rechazo. Aquel chaval sólo quería llamar la atención; seguramente era un extranjero que, viendo en algún lado que lo más típico del país son los toros y los trajes de sevillana, había querido vestirse en consecuencia. Recuerdo que en ese momento pensé: este tío, vale, se ha equivocado, se ha vestido de torero, vaya cagada, pero la intención es buena, pues pretende fusionarse con la cultura local, comprenderla, formar parte de ella. Incluso me enternecí un poco, la verdad, como si recuperara mi fe perdida en la humanidad. El segundo motivo, no paraba de dar capotadas. Una y otra vez. Con brío, con garbo. Me acerqué a él y le pregunté en inglés que cómo estaba, si se lo estaba pasando bien. No me respondió. Se acercó un amigo suyo, o eso supongo, y me dijo que estaba en trance, que llevaba las últimas ocho horas ahí, de pie, capote va, capote viene, sin responder a ninguno de los que se le acercaban, incluidos sus conocidos. Me quedé un rato allí, admirándolo: su energía no parecía tener fin. Llevaba unas gafas de sol que le oscurecían el semblante a la vez que le tapaban los ojos. Debía tenerlos inyectados en sangre, a punto de explotar, pero eso todavía no le importaba. Un detalle más: el capote, mitad fucsia, mitad amarillo, tenía unas luces incrustadas que se encendían y apagaban a intervalos regulares. Como si se trataran de luces de navidad Todo muy cutre, materiales de muy mala calidad, posiblemente comprados en los chinos. Pero ese detalle me bastó para acabar de concederle un mote apropiado: el Cibertorero.
Me cansé de estar allí de pie y volví a la primera fila, abriéndome camino a base de fuerza. Si vas a un festival más te vale dejar las sutilezas en casa. Al llegar, Felipe había vuelto. No le pregunté dónde había estado, sino que le relaté mi encuentro con el Cibertorero. Le conté también el buen rollo que me había transmitido, así como todas las reflexiones que había articulado en la última media hora. No sé muy bien si Felipe entendió algo de todo aquello. Lo que sí sé es que me miró muy fijamente y explotó, de verdad, literalmente explotó en risas y lágrimas.
—¿Y eso, se estaba riendo de ti?
—¡Vaya si lo estaba haciendo! Resulta que el Cibertorero le había comprado, él solito, la mitad de toda nuestra cocaína.
Cinco o diez minutos después el Vikingo se levanta y se aleja unos pasos, de la mano de una mujer. Ella es bajita, morena, no especialmente guapa ni atractiva. El Vikingo la mira, o eso creo, con dulzura infinita. Ella estaba bailando mientras que el Vikingo nos relataba su historia. Ahora, se han vuelto a juntar. Los veo andar, lentamente, tranquilamente, modestamente. El Vikingo se gira hacia nosotros y susurra unas palabras de despedida. Se van, que ya es tarde. Ella también corea su adiós y los veo perderse en el parking, algo totalmente corriente pero a la vez sobrenatural; dos entes en el proceso de convertirse en uno. Siento envidia.
Imagino la tibieza de un amor cotidiano. Nada de fuego llameante, ni pasiones incandescentes. No pienso en un amor que lleva encerrada la furia que parecía antes poseer a don Limpio. Qué va, se trata de algo mediocre, normal, pero, otra vez, de algo insólito: dos personas que acuden a la boda de un viejo amigo, comen, bailan, cenan, hablan y luego se recogen el uno al otro y vuelven para casa. Juntos pero separados, experimentan el placer de ser uno mismo y a la vez ser dos. Es bello, me digo, muy bello. Y vuelvo a sentir una punzada de envidia.
Mientras pienso en esto, León ha desaparecido. Estoy solo en el círculo de los cobardes. Llevo a cabo un vano intento por encontrarlo sin moverme del sitio y fallo estrepitosamente. No me apetece moverme, vuelvo a sentirme cansado. Cierro los ojos y me prometo que no me voy a dormir, que sólo estoy cojo fuerzas unos segundos. Cuento hasta treinta y los vuelvo a abrir a base de fuerza de voluntad. Cuando lo logro, hay alguien a mi lado.
—Me fijé en cómo los veías irse —dice la voz a mi lado.
Giro la cabeza para ver quién me habla y veo un hombre alto, delgado y calvo. Por supuesto no se trata de don Limpio, quien está mucho más gordo. Es uno de los invitados, aunque no sé a qué subgrupo pertenece.
—¿Crees que son felices? —pregunta el recién llegado.
La cuestión ni siquiera me coge por sorpresa. Esta boda está siendo un desfile de personalidades.
—No tengo ni idea —respondo—. Creo que tienen algo de lo que yo carezco, y por eso siento envidia.
—Ah, ya veo. La felicidad es abstracta hasta que la experimentas.
Sus palabras se me antojan inescrutables. ¿Qué querrá decir? Así que se lo pregunto. Si se ha sentado a mi lado es que tendrá una buena razón para ello. O quizá no, me recuerdo a mí mismo antes de oírlo hablar.
—Es muy sencillo: pensar las cosas no sirve de nada. La vida no está en el interior de nuestra cabeza sino en el exterior. Necesitamos estímulos, vista, gusto, olfato, oída, tacto. Experimenta cada uno de ellos, interactúa con el mundo que te rodea. Únicamente cuando lo estás viviendo aquello se vuelve real; luego sólo quedan el recuerdo o la esperanza de que vuelva, el pasado y el futuro, dos guarras llenas de promesas que nunca te llevan a nada.
Me fijo en la figura que tengo delante. Está algo demacrado y la falta de luz le confiere un aspecto enfermizo. Durante todo este rato ha estado liando un canuto, por lo que la duda entra en escena: ¿Se trata de un genuino filósofo o de un tío muy fumado? No tengo todavía la suficiente información como para poder discernir. Se acaba de liar el canuto y me pregunta si tengo fuego. Le alcanzo mi mechero. Fuma largamente antes de ofrecérmelo.
—Sólo es tabaco. ¿Querés una calada?
Lo acepto y le doy las gracias.
—Mierda, cuanto más tiempo paso en España, más cerrado se vuelve mi acento argentino —añade él mientras una sonrisa torcida se adueña de su boca.
Nos reímos. Me hace toser ligeramente. Le devuelvo el cigarrillo. Se lo queda mirando, pensativo.
—Yo compartiría hasta el último trozo de pan —dice el argentino—. Una vez que has experimentado el hambre, no se lo deseas a nadie más. O eso o eres un ser vil. Yo tengo ya treinta años y allá, en Argentina, ya hemos pasado más de cuatro crisis económicas. Para que luego hablen de Europa. ¿Alguna vez has llevado una camiseta Nike o Adidas?
—Sí, por supuesto —le contesto. Noto en su tono de voz que no pretende reprocharme nada. Sólo quiere exponer su punto de vista.
—Yo llegué a los veinte sin haber llevado nunca una remera de primera mano, ya no hablemos de ropa de marca. Veinte años llevando pantalones usados, el cien por cien de las veces. Esas cosas te marcan, ¿entendés? Vos y yo no podemos tener la misma mentalidad, la misma forma de comprender el mundo, porque no hemos vivido la misma infancia.
Los malditos prejuicios, lo veo liar un cigarrillo y hablar de temas poco comunes y ya doy por hecho que es un yonqui, cuando en realidad el argentino está totalmente sereno y no desvaría: su hilo argumentativo es claro, me está conduciendo hasta un punto en concreto. Siento curiosidad por saber cuál es.
—Por eso —continúa él— es tan importante la experiencia. Porque no eres nada de lo que piensas sino de lo que haces, de lo que vives, de lo que experimentas. Y hoy en día tenemos miedo a experimentar. ¡No te drogues, que eso es malo! —Aprovecha el momento para volver a ofrecerme el cigarrillo—. ¿Quién eres vos para decirme qué puedo y qué no puedo hacer? ¡Nadie! Hay que experimentar con uno mismo, carajo. Te lo debes a ti mismo, de verdad. Miedo, miedo y miedo. A las drogas, a la muerte, a lo desconocido. Miedo es el que tienen  los de arriba a que aprendamos a reflexionar por nosotros mismos, a que desarrollemos un espíritu crítico. Eso sería fatal, porque luego nos preguntaríamos por qué carajo tienen que estar ellos arriba y nosotros abajo. Por eso hay normas, por eso existe este término que tanto odio, normal, una mentira expandida a los cuatro vientos. ¿Quién carajo es normal? ¿Vos? ¿Yo? Nadie es normal. Sólo el hecho de tener un conocimiento pobre de alguien te lleva a calificarla como normal. Todos somos mundos, pequeños universos compactos, inexplorados… Pero no interesa. No podemos conceder tanto valor a los demás, o entonces nos veríamos obligados a respetarlos. Si aquél pobre niño es un universo virgen, ¿con qué cara lo atas a la mesa y lo obligas a coser chamarras Nike durante doce horas al día? Nadie sería capaz de hacerlo. Por eso nos ocultamos tras empresas, lobbys, asociaciones, culturas, razas. Colectivos, en general. Algo que nos designe como un conjunto y no como individuales. Algo que nos permita quedarnos a la sombra, que nos evite tener que experimentar y conocer. Porque, imagínate que, de golpe, te das cuenta de la verdad, aceptas que la vida es un instante, un presente que dura exclusivamente hasta que se acaba. ¿Cómo diablos consientes en dedicar tu vida a conseguir dinero para pagar el carro que no necesitas? Sólo hay una respuesta, el miedo. Miedo, miedo, y más miedo. Yo pensaba que el miedo más atroz lo sentía un niño pequeño cuando su madre le apagaba la luz y lo dejaba solo. ¡Cuánto me equivocaba! El miedo más intenso lo siente un bróker al imaginarse a él mismo como hombre más rico del mundo, porque entonces se vería obligado a plantearse la pregunta de oro: ¿y ahora qué?
Me quedo fascinado con sus palabras. Será verdad que los argentinos tienen una verborrea especial. Necesito unos segundos para organizar todos los conceptos que me ha lanzado, para comprender el verdadero alcance de sus palabras. Pero él no está dispuesto a concederme una pausa.
—Y luego está la temática estrella, el hit de la noche. Imagínate que hay un tsunami, no aquí, en Mallorca, donde todavía no estamos tan jodidos. No, por ejemplo en Tailandia,  en Japón o en cualquier otro país del sudeste asiático, como los que hubo a principios de los 2000. Los animales empiezan a correr para huir, y a todos nos parece aceptable: ¿quién querría quedarse a contemplar cómo la ola se cierne sobre ti y te devora? Bien, pues vayamos de los desastres naturales a los que causamos nosotros mismos. Por ejemplo, la que conoceremos en el futuro como Tercera Guerra Mundial, todo el marrón que hay ahora en oriente próximo y el norte de África, la primavera árabe de hace unos años, en Egipto, en Libia, y ahora toda la problemática de Siria. ¿Cómo tenés los cojones tú, en tanto que político, de sentarte en una buena mesa, trajeado, usando corbata, y decir con total naturalidad que esos pobres seres humanos son ilegales en tu país de bien y que por lo tanto deben quedarse al otro lado de la frontera.
—Yo no los tendría. Por eso nunca me plantearía entrar a político. Sólo los viles logran llegar lejos.
No recibo respuesta. Miro a un lado y al otro, pero vuelvo a estar solo. El argentino se ha ido así como ha llegado, misteriosamente. Ya a lo lejos atisbo su figura, el perfil aguileño, la calva reluciente con pequeñas gotitas de sudor. Se dirige a la pista de baile, a llevar a cabo la función que se ha autoimpuesto: no permitir que la fiesta se acabe. Él también es consciente de cuán valioso es un día de celebración.

No me molesta que no se haya despedido, al revés, estoy contento de que el encuentro haya transcurrido así, como dos fugitivos encontrándose casualmente en algún territorio neutral, demasiado preocupados por la justicia como para echar cuentas a las formalidades.

lunes, 22 de agosto de 2016

En ascuas (5/8)

Memoria número V:
Estoy sentado en el sofá, en el interior de la casa. La tele está encendida y las imágenes se suceden: se trata de Doraemon, subtitulado en japonés. El idioma del audio lo desconozco porque el volumen está al cero. A mi alrededor hay tres niños, dos japoneses y un brasileño. A pesar de ser de distinta nacionalidad, los tres miran los dibujos con extrema intensidad; el gato azul y cósmico los tiene absortos, sorprendiéndoles con cada invento que se saca del bolsillo. A mí sin embargo me aburre, así que me levanto para dar una vuelta.
Como en toda reunión familiar, los corrillos no tardan en formarse. Los familiares de Fe, venidos del Perú, por una parte, las tías de Valencia por otra, Diego Santana, solitario, apoyado en cualquier lado, y los dos Manuel Machado, Sénior y Júnior, atendiendo ahora la parrilla ahora los invitados. León Machado, como siempre, también está en el circuito, dedicando unos minutos de cortesía a todos aquellos que hace mucho que no ve o que tardará mucho en volver a ver. A todo esto, yo voy picoteando por aquí y por allí, observando, quedándome con las afinidades de cada uno, controlando la situación. Se trata de una reunión familiar muy fragmentada, donde los grupos son bastante cerrados y, aunque amistosos, reacios a entremezclarse. La mayoría es la primera vez que se ven, y todavía les falta un rato para acabar de romper el hielo. Me llama la atención que los niños, allá adentro, sean los únicos que no tienen preferidos: miento, claro que tienen un preferido, su madre. Pero más allá, cualquier extraño no es un extraño para ellos. No entienden el concepto de extraño. No desconfían, aunque aquí nadie desconfía de nadie porque Júnior nos avala a todos: si os he invitado es porque valéis la pena, y nosotros, que creemos en su criterio, sabemos que el otro, el extraño, no es realmente un extraño sino un potencial amigo. Curiosidades de las relaciones humanas.
Precisamente es Júnior el que me ve por ahí, deambulando, y quizá pensándose que no estoy a gusto (claro que lo estoy, disfruto observando y aprendiendo), decide intervenir para solucionarlo:
—Tú, Jorge, como si fuera tu casa, ¿eh? ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Veinte años? No me seas tímido. ¿Quieres una cerveza?
—No, gracias, Júnior, no me gusta la cerveza.
—A mí tampoco. ¿Y una Shandy? ¿No me vas a decir que no, eh?
—Vale, sí, una Shandy sí.
—Mira, ven. Va, como si estuvieras en tu casa, de verdad.
Volvemos adentro y nos dirigimos a la cocina. Diego Santana, motivado por la posibilidad de una Shandy, nos acompaña. Júnior me enseña el congelador, donde está la limonada y la cerveza, y saca tres jarras.
—Venga —dice, risueño—. Prepárala tú y así haces algo de provecho, coño.
Diego se me adelanta y comienza a llenar las jarras. En menos de dos minutos vuelvo a estar fuera, a la fresca, con una jarra de cerveza con limón en cada mano. Me acerco a Júnior y le ofrezco una. Pese a estar ocupado con la parrilla, agarra la jarra, se deshace del resto de conversaciones y empezamos a hablar:
—Bueno —empieza Júnior—, me ha dicho León que estás escribiendo y tal, ¿no?
—Sí, así es, está jodida la cosa y no tengo un duro, pero bueno, es lo que me gusta, así que no pierdo nada por intentarlo.
—A mí León me ha dicho que eres un crack, vaya, ¿tú crees que vales? Te lo pregunto así, directamente, porque a veces nuestros amigos nos sobrevaloran y tal. No te ofendas, ¿eh? Sólo es para saber tu opinión.
—Bueno, creo que me defiendo. Con un poco de suerte, si me diera a conocer…
—A mí me gustaría leer algo de lo que escribes, ¿puede ser?
—Sí, claro, tengo un blog con unas cuantas cosas, luego te paso el enlace.
—Bien, perfecto —dice mientras da la vuelta a los chorizos—, pero pásamelo de verdad, ¿eh? No es cortesía.
—No, no, es más, te diré lo que haremos: ya que me has invitado a la boda y no puedo permitirme un regalo físico, voy a escribir un relato relacionado contigo. No sé cómo será, ni de qué tratará, ni siquiera sé qué papel tendrás, pero puedes estar seguro de que cuando lo leas, rápidamente identificarás tu alter ego, tu historia.
—¡Perfecto, perfecto! Me mola, me mola —contesta Júnior.
—¿Y tú? ¿Qué tal? León me tiene más o menos al día. Me explicó que tras el segundo incendio decidiste cambiar las cosas y que ahora todo te va de puta madre.
—Hostia, ya ves, tío. Hay dos cosas que me han marcado muchísimo: el mes que pasé en el Perú, con la familia de Fe, y que me quemaran la casa dos veces. De verdad que te cambia la vida, me di cuenta de que no podía seguir por el mismo camino, algo debía hacer.
Sénior se acerca a hurtadillas a la parrilla y, a espaldas de su hijo, pincha juguetón un chorizo y se lo lleva a la boca. Júnior se da cuenta pero no le importa, qué le va a importa, que coma, que para eso está la comida.
—Mira, Jorge —interviene Sénior—, este bandarra se fue al Perú pensando que allí todavía juegan al fútbol con cocos. ¡Vaya desgraciado! Lo trataron como a un rey, le abrieron los ojos y ahora ha vuelto a la Isla preparado para aderezar su vida. Nosotros que nos reímos siempre de los Latinoamericanos, que si están atrasados, que si tal, que si cual, y mira: ¡el padre casado con una chilena y el hijo mañana con una peruana! Te voy a dar un consejo, Jorge, nunca te cases con una española.
—Venga, tú, Papá —dice Júnior entre risas— vete a la cocina y tráeme el resto de la carne. Y sí, tío, Jorge, lo que te decía. Allí, un mes entero fuera, con Fe y su familia… fue una experiencia desinfectante. Me vino muy bien para pararme a pensar, aunque coincidiera con que nos quemaran la casa otra vez estando fuera, y mi madre tuviera que comerse todo el marrón… al final ha resultado ser muy positivo.
—¿Viajar es aprender?
—Absolutamente. Además del viaje, el tema es que he dejado de fumar. Cero. Llevo como cinco o seis meses sin darle una calada a un porro. Piensa que yo empecé tarde, igual con veinte, pero es que ya tengo más de treinta. Son más de diez años fumando a diario o casi, y, quieras que no, eso se acaba notando. Ahora estoy más fresco, más ágil, menos embotado, y lo agradezco.
—Me contó León que estás en una empresa y eres, palabras suyas, el puto amo, ¿no?
Aquí Júnior se corta un poco. Le noto orgulloso de sí mismo pero con cierto miedo a parecer petulante o presumido.
—Sí, la verdad es que sí. Mira, el problema es la confianza en un mismo, ¿entiendes? Yo me infravaloraba, me consideraba incapaz de hacer muchas de las cosas que me hubiera propuesto, y claro, ni las empezaba.  Por eso era tan problemático. Sólo quería pasarlo bien, tener dinero, un coche rápido, un Alienware para jugar de puta madre…Me costaba mucho centrarme, ser constante y trabajarme mis objetivos.
—Ya… recuerdo una anécdota que contaba León, cuando en el cole te dedicabas a tirar sillas por el hueco de las escaleras.
—Y esa no es de las gordas —responde Júnior, enigmático. No me puedo llegar a imaginar los líos en los que ha estado—. Pero bueno, eso, al volver del Perú dije ya está, no puedo seguir así ni un día más. Encontré curro en una de las mayores páginas web de ventas de crucero, y mira: yo concierto una cita con el cliente y le explico todo el rollo. Y ya ves tú, yo no tenía ni puta idea de cruceros, así que tuve que aprender; pero ahora ya domino. Encima como sé inglés y castellano puedo acceder a ambos mercados, y eso es una ventaja. El curro es muy sencillo, no tienes jefes que te toquen los huevos, tú si quieres ir a sentarte y hurgarte la nariz, adelante. Yo voy, me siento, y empiezo a trabajar como un negro. Al fin y al cabo, vas a porcentaje, tanto vendes tanto cobras.
—¿Y se te da bien, no?
—Pues la verdad es que llevo ahí… cinco meses, creo, y los últimos cuatro he sido el número uno en ventas. Encima éste último he superado el record de la empresa como en un 30%...
—Hostia, ¡vaya barbaridad!
—Pues sí, tío. Hice ganar a la empresa 29.000€. Imagínate, están contentísimos, me cogió uno de los jefes y me dijo eh, tú, Manu, ven a desayunar conmigo. Me tratan bien, la verdad; no me explotan, me cuidan bien, y como salimos ganando los dos…
—Después de toda esa mala racha, me alegro de que por fin te vayan algo mejor las cosas, la verdad.
—Y yo todavía más —responde él, suspirando. Se le nota que está aliviado de verdad, que se siente mucho más a gusto en su propia piel—. Y lo que te decía de la confianza… Si tú crees que vales, inténtalo. De verdad, a tope, a muerte, como si te fuera la vida en ello. ¿Te gusta escribir? Que nadie te diga que no se puede. La voluntad es una parte tan importante del éxito… Y la suerte, claro, pero sin voluntad no hay nada. Yo nunca creí que valiera para nada: me consideraba un fracasado, un fumado, un don nadie, y no te equivoques; sigo sin ser nadie. Ya ves, trabajando en una empresa de venta de cruceros. Pero ahora, lo que hago lo hago bien. No llegaré a ministro, pero mira, mañana me caso, celebro la barbacoa en la casa que recién alquilamos… Me siento mucho más satisfecho.
Los chorizos ya están. Diego Santana va por su tercera jarra y por lo menos el quinto chorizo. Se acerca Sénior con el resto de la carne.
—Ojo —dice Júnior a la que agarra la carne y empieza a colocarla en la parrilla—. Esto es vacío y esto, entraña. Esto son costillas, esto lomo… Espero que te guste la carne, porque hemos comprado una barbaridad. Vamos a sufrir para acabárnoslo todo. Pero mejor que sobre que no que falte, ¿verdad?
Asiento con la cabeza y me fijo en cómo mira Diego el vacío. Eso es auténtico amor. Yo, por mi parte, casi que prefiero los chorizos y la chistorra.
—Por cierto —prosigue Júnior mientras da la vuelta a las piezas—, ¿qué te parece mi hermano?
Busco con la mirada y encuentro a León a pocos pasos, ajeno a nuestra conversación, charlando con una de sus tías de Valencia.
—Podría ser mejor que tú. Tiene buenas manos, es habilidoso. Pero tú eres más cabronazo.
Júnior se echa a reír abiertamente. Está de buen humor.
—No me refería a eso, aunque no te falta razón. Quiero decir, ahí lo tienes, le dibujas una raya en el suelo y se tropieza con ella, y  sin embargo míralo, trabajando de camarero para ganarse cuatro euritos. ¿Para esto sirve estudiar? Lo han echado de mil curros y ahí sigue, intentándolo.
—Bueno, hace lo que puede, ¿no? Al menos lo intenta. A nuestra edad no es precisamente lo más fácil tener las cosas claras.

—¡A mí me dirás! Yo que ya tengo más de treinta y acabo de empezar. Antes mi viejo te ofrecía un consejo, ahora voy a darte yo uno: no te pongas nervioso, no luches contra el tiempo; no sirve de nada.

lunes, 8 de agosto de 2016

En ascuas (4/7)

Memoria número IV:
La sociedad está experimentando un retroceso, un proceso de re-animalización —dice don Armando sin elevar el tono de voz, como si no se tratara de una sentencia demoledora sino una trivialidad cualquiera—. Antes, hace treinta años, te carteabas con un amigo  y a éste le daba vergüenza mandarte un sobre lleno de faltas de ortografía. Hoy en día, entre Facebook, Twitter y la concha de su madre —Rita, de origen chileno, se da cuenta de que está imitando su acento y se ríe a carcajadas—; entre caritas, felices y tristes, abreviaciones, supuestos conocidos por todos menos por mí y, en fin, qué sé yo… Ya no entiendo un carajo de lo que me dicen.
Vale, perdón. Otra vez lo de siempre. Está bien, rebobinemos.
La hierba, normalmente verde, se vuelve de un color indeterminado al caer la noche. Más marrón, más parda. Más salvaje. Quizá es la noche la que vuelve las cosas salvajes. Esta noche, la de hoy, todavía es joven, acaba de llegar. Pero ya empiezan a notarse sus efectos. La hierba  casi salvaje está llena de pisadas, que van desde una talla 27, propia de una niña pequeña, hasta un 48, que se parece más a un esquí que a un pie humano. Aunque podemos encontrar huellas que van en todas direcciones, la mayoría se concentran hacia un punto en concreto: las mesas. Ocho o nueve, casi todas redondas, con cubertería completa para ocho o nueve comensales cada una. Hay una que sobresale entre las demás. Es la mesa reina, o la mesa presidencial si prefieres un lenguaje republicano. Ésta última es distinta, en lugar de redonda es alargada y está algo separada de las demás. Es la mesa de los novios, el palco donde Júnior y Fe dominan la velada a la que nos han invitado.
De todos modos, lo más interesante está en otra parte. Si alguna vez has organizado una boda, sabrás que la colocación de cada uno de los invitados es una tarea complicadísima. No puedes sentar a cualquiera al lado de según quién; si lo haces, corres el riesgo de incendiar la ceremonia. Por lo tanto, cada una de las mesas suele ser temática: compañeros de trabajo, familia del novio, familia de la novia, amigos de la infancia… Y, cómo no, existe la mesa mixta. Aquella donde concurren dos tipos elementos: los inclasificables y los que no sabes dónde poner. Yo formaba parte de esa mesa.
—Miren, chicos —dice don Armando mientras toma un sorbo de su copa de vino—, ustedes saben quién es Vargas Llosa, ¿verdad?
A mi izquierda se encuentra Rita, jugando con su propia copa. A mi derecha, León, mirando a don Armando con mucha atención. Los tres asentimos con la cabeza.
—Pues, verán; yo soy peruano, y allí, en el Perú, tenemos a Vargas Llosa, como ustedes dicen, hasta en la sopa. Es lectura obligatoria en los colegios, tema de conversación en cualquier círculo literario; ¡el único premio nobel en la materia que ha habido en el Perú! Imagínense, muchachos, todo el mundo lo idolatra, lo venera, y sólo falta que le construyan un altar en el centro de Lima. Sin embargo, yo les voy a  confesar una cosa: ¡Vargas Llosa me aburre hasta el infinito! ¡Me quedo dormido leyendo sus novelas! Pero claro, yo sólo soy un humilde ignorante.
Se acerca una camarera con una botella de vino. Aunque no dice nada, con su gesto se está ofreciendo a rellenarnos las copas.
—Por favor, por favor, ¡llénenos la copa a todos! —dice don Armando a la vez que se gira para mirar a la camarera—. ¡Qué hermosa cabellera roja!
La camarera no se sonroja, pero sí que se sonríe. Parece que está acostumbrada a todo tipo de público y no hay situación que la incomode. No se enfada ni cambia su actitud risueña; al revés, le sigue la corriente a don Armando:
—No se fíe, caballero, ¡que voy teñida!
Rita lleva toda la noche riéndose, se lo está pasando bien. Le hace un gesto a la camarera para que se aproxime, liberándola de las garras de don Armando.
—Escucha —dice Rita—, ¿podrías conseguirme un ron con cola? Esto de los vinos no va demasiado conmigo.
Rita y la camarera han hablado varias veces a lo largo de la tarde, creando cierta complicidad. La camarera le guiña un ojo y desaparece de nuestra vista.
—Bueno, joven —prosigue don Armando después de la interrupción, esta vez mirándome a mí—, en esta mesa somos todos unos alborotadores y usted está muy calmado y silencioso. ¿Le solicito un cambio de mesa?
—No se preocupe, me han puesto aquí adrede: ¡yo soy el contrapunto, el equilibrio!
Don Armando estaba dándole un trago a su copa y empieza a toser. Le ha gustado mi respuesta. Parece que no se la esperaba.
—Vaya, vaya. He oído por ahí que se dedica a la escritura. Dígame, ha leído a Vargas Llosa?
—No mucho, la verdad. La Fiesta del Chivo y La Casa Verde, nada más. Tengo en casa prácticamente la colección completa, pero no hay manera. Como dijo usted, y aunque sea una opinión impopular, me aburre bastante.
—Bueno, yo quería contarles una cosa en concreto sobre Vargas Llosa. Resulta que ha estado casado con tres mujeres a lo largo de su vida: la primera con una tía suya, durante casi diez años, la segunda, ¡con una prima suya! Con esa sí que estuvo más de treinta años; y ahora, en la vejez, seguramente cansado de toda una vida con la misma mujer, ¡a los ochenta años se divorcia y se casa con la Preysler! ¡Parece que al muy huevón le gustaba tirarse a las de su propia familia!
La mesa entera estalla en carcajadas. Al lado, su mujer, lo mira con cariño. No está incómoda, no se avergüenza de él; tampoco se limita a tolerarlo. Es directamente cómplice de los actos y las palabras de su marido: ella no interviene, no dice nada, pero de algún modo consigue llamar mi atención. Don Armando es un ser extraño, fuera de lo común, pero también extrovertido. Es inteligente, observador y locuaz, no le cuesta apenas esfuerzo ganarse al público, y, pese a todo, me fascina todavía más su mujer. Sé que él es peruano, e imagino que ella también. No conozco lo suficiente los diferentes acentos latinoamericanos como para poder asegurarlo. Aun así, sabiendo que es una mujer sudamericana nacida seguramente en los setenta, me sorprende la catadura moral que la envuelve: es capaz de contemplar cómo su marido intenta seducir cualquier cosa en movimiento sin ni siquiera despeinarse. Eso indica una seguridad en sí misma fuera de lo corriente, y por lo tanto, interesante. Me pregunto qué clase de mujer será. Pero no lo hago en voz alta.
Las hijas de don Armando están hablando de la habilidad especial que tiene su padre. Dicen que con sólo estrecharte la mano es capaz de saber cómo eres. Rita es la primera en ofrecerse como voluntaria.
—Tú eres posesiva, valiente y con mucha sangre. Como una gata defendiendo a sus cachorritos, que no se acerquen a los tuyos o saldrás a protegerlos con uñas y dientes.
Nos giramos todos hacia Rita para comprobar qué efecto han tenido sobre ella las palabras de don Armando. Parece que ha dado totalmente en el clavo. Ella baja la vista, como compungida, como si se sintiera desnuda ahora que la han retratado en público, pero sólo le dura un momento. Rápidamente vuelve a levantar la barbilla, orgullosa, desafiante: no se avergüenza para nada de ser como es.
—Y usted, joven, ¿me permite? —dice mirándome a mí—. Si no le importa, claro, no querría incomodarle en un día como hoy.
—Por supuesto, sin problema —respondo a la vez que alargo la mano en su dirección—. Sólo una pregunta antes: ¿se trata de ciencia o intuición?
Me estrecha la mano con delicadeza… pero sin llegar a ser pusilánime. No aprieta con todas sus fuerzas, no pretende aparentar una firmeza excesiva. Es un apretón amistoso, cordial.
—Ay, es un joven muy apasionado. ¡Y sabe hacer las preguntas que me cagan de verdad! Puede que no lo parezca, así, tranquilo, pacífico, pero por dentro le fluye un río de frenesí. También veo soledad, ¡muchísima soledad! ¡Eres un huevón solitario!
—¿Y quién no está solo, don Armando?
En su rostro leo consternación y duda. No tarda ni un segundo en responderme.
—¡Él —dice señalando a León—, y ella —haciendo lo propio con Rita—, y nosotros! —Con el dedo índice dibuja un círculo en el aire—. Estás cagado de soledad, hijo, y perdona si te llamo hijo, espero que no te importe.
Luego nos habla un poco de su vida, de cómo nunca tuvo un hijo varón, cómo estudió sociología para luego vender galletas puerta a puerta y acabar escalando en su vida laboral. La conversación es cautivadora, y las copas parecen llenarse solas. Aunque nos acabamos de conocer, parece que fuéramos amigos de toda una vida. Don Limpio se pasea entre las mesas, asegurándose de que todo marcha según lo establecido. A veces, de forma aleatoria, la charla se interrumpe, nos ponemos todos de pie y empezamos a corear el nombre de algún asistente. A veces, es nuestra propia mesa la que inicia los cánticos. En un momento dado, don Armando se levanta y propone un brindis por mí. Siento vergüenza al ver a tanta gente coreando mi nombre, así que me refugio en mi copa y doy un largo trago hasta que enmudecen los ecos.
—Entonces —interviene León—, ¿a qué se dedicaba exactamente, don Armando?
—Yo trabajé como comercial para una farmacéutica gringa. Promocionaba medicamentos en el Perú para llenar los bolsillos norteamericanos. Si hubiera podido aprender a hablar inglés, quizá hubiera escalado todavía más alto, pero esto es otra historia. ¿Conocen el Prozac, muchachos? Nosotros fuimos los encargados de distribuirlo por primera vez en Latinoamérica. Aunque no estoy orgulloso de ello, puedo decir que nosotros inventamos la depresión. Antes la gente estaba triste, igual que ahora, pero no se diagnosticaban depresiones clínicas. No tenían el valor para tirarse por el puente hasta que llegó nuestro medicamento. Ahora tienen el empujón necesario para salir el tiempo justo de la apatía como para descerrajarse un tiro. Hoy en día todo el mundo anda hablando de los trastornos relacionados con la serotonina, como si esa fuera la única y verdadera causa de la infelicidad mundial. Pero no, muchachos, ustedes sólo tienen un deber: ser felices. Yo nací pobre y logré todo lo que tengo a base de mucho esfuerzo, pero vosotros, una generación que ha crecido con exceso de todo… el reto de la felicidad va a ser incluso más complicado para vosotros.
Todos habíamos mojado los labios en vino ya más de la cuenta, así que recibimos sus proféticas palabras con gravedad. De todos modos, una boda no es lugar para lamentaciones, así que, prácticamente sin buscarlo, el coloquio se desvió hacia otros derroteros más alegres.
—De verdad, muchachos —continuó don Armando— que estoy muy feliz de poder tener una conversación así, con vosotros, unos jóvenes tan inteligentes. Allí, en Lima, siempre me junto con gente de mi edad. Todos tenemos más o menos las mismas ideas, por lo que los idearios se vician de tan parecidos que son. Sin embargo, aquí, con ustedes, estoy experimentado una sensación muy refrescante. Es algo que no tengo la oportunidad de hacer a diario, así que les estoy muy agradecido; es más, les voy a explicar una historia algo más agradable, para que no todo lo hablado hoy tenga ese tinte lóbrego. Pues bien, yo tengo un sobrino, que ya es mayorcito, frisa la treintena, es fotógrafo profesional y se gana su buena plata. La cuestión es que este sobrino mío es gay: homosexual, joto, boyo, marico, mostacero, puto. Ya saben, hay mil palabras para describirlo. Y también saben cómo son recibidos en Latinoamérica; acá en Europa quizá son algo más tolerantes, pero allá… En fin. Pues mi sobrino es homosexual, y yo tengo amigos, hombres serios, curtidos, que vienen a mi casa y ven a mi sobrino y le dan un abrazo pero se lo dan reluctantes, dubitativos, recelosos. ¿Pero recelosos de qué? ¿De que se saque la verga ahí mismo? ¿De que les transmita la homosexualidad por vía aérea? No lo sé, no tengo ni idea, pero les puedo asegurar que es cosa de viejos. Porque ustedes los jóvenes lo tienen ya por algo natural, no se escandalizan, no lo demonizan,  y eso es muy buena señal; señal de que quizá avanzamos en algo.
La charla se ha prolongado a lo largo de las horas. La mayoría de las mesas están ya vacías, reuniéndose en torno a la pista de baile. Tenemos los ojos mojados y etílicos y los sentimientos a flor de piel.
—Muchacha —dice don Armando refiriéndose a Rita—, creo que esto le pertenece.
Y con mucha naturalidad, se afloja la corbata para quitársela y ensancha el nudo hasta que adquiere la circunferencia de una cabeza normal. Acto seguido, se la coloca a Rita como si fuera una diadema.

—¡Y ahora ha llegado el momento de bailar!

lunes, 1 de agosto de 2016

En ascuas (3/7)

Recuerdo número III:
Todo me da vueltas. No es una sensación agradable. No logro entender la gravedad, los objetos suben y bajan, caprichoso, sin obedecer a nada ni nadie. Ese árbol no debería estar tan arriba, y esa sillón rojo… Espera, no había ningún sillón rojo. Mierda, todo esto está dentro de mi cabeza. Debería abrir los ojos.
Abro los ojos. Todo sigue dándome vueltas, pero al menos ahora sé que se trata de la realidad. Estoy sentado en una silla acolchada de madera. Bien. Estamos en el exterior, o eso me dice el aire fresco. Bien, esto ayudará. No me siento agobiado, la corbata no me aprieta demasiado, el pecho no va a explotarme a causa del calor. Muy bien, vas muy bien, Jota, sigue analizando.
Siento náuseas. No muy fuertes, controlables, pero náuseas al fin y al cabo. Mi estómago está algo revuelto, ¿me está pidiendo que vomite? Ahora no es el momento, joder, la situación tampoco es tan grave. No hay que armar un espectáculo si puedo evitarlo. Sólo tengo que concentrarme y luchar.
Tengo el móvil en las manos. ¿Qué coño estoy haciendo con el móvil? Espero que no estuviera mandando mensajitos a mi ex. Esas cosas son demasiado típicas. Fuerzo un poco la vista para poder leer la pantalla del teléfono y me doy cuenta de que, al menos, no estaba dedicándome a los mensajitos. Estaba tomando notas. Me viene un flash. Joder, claro, había tenido una idea magnífica para un relato. No puedo perderla, tengo que buscar en mi memoria y encontrarla. ¿Dónde está la idea?
Me empiezo a marear más a causa del esfuerzo. Concentro lo que me queda de atención en mi nariz: respirar lentamente, y ahora, expulsar por la boca. Una vez, dos, tres, cuatro. Poco a poco, no hay ninguna prisa.
No puedo permitirme cerrar los ojos, tengo que ser fuerte, aguantar firme. ¿Dónde está la idea, por qué no la puedo encontrar? ¿Debo resignarme? ¡No puedo luchar en dos frentes a la vez! La pantalla del móvil se apaga automáticamente y yo la vuelvo a encender. Tengo que apuntar algo…
—Yo si fuera tú, dejaría ahora mismo el móvil —dice la voz de Rita a mi lado.
—Pero, tenía una idea excelente… sólo necesito unos segundos y… —logro balbucear.
Rita no dice nada. Si me está mirando, sólo puede verme la nuca, ya que tengo la cabeza enterrada en los brazos. Seguramente ella también está evaluando la situación. Quizá está preocupada por mi estado. Yo lo estoy.
—Va, yo si fuera tú dejaría ahora mismo el teléfono y clavaría la vista en un punto fijo. ¿Quieres un poco de agua?
Los instintos aparecen repentinamente: ¿me está dando órdenes? No puede ser, a mí nadie me ordena nada. Estoy a punto de negarme, de verdad, sólo por llevar la contraria, pero me lo pienso una segunda vez. ¿Y si sabe más que yo? Estoy en un punto crítico, de inflexión; más me vale guardarme el orgullo para otra ocasión. Cualquier ayuda será buena.
Sumisamente me llevo la mano al bolsillo y guardo el teléfono. Miro mis pies con máximo interés. En realidad no veo nada. Estoy sumido en la lucha.
—Rita —logro articular con dificultad—, creo que estoy experimentando un amarillo.
Ella apenas hace caso a mi anuncio. Se limita a inclinarse sobre mí para acariciarme suavemente la espalda.
—Todo está en tu cabeza. Respira hondo, una y otra vez, trata de mantener los ojos abiertos y la vista en un punto fijo. No hagas movimientos bruscos, tampoco te dejes llevar por la ansiedad. Si aguantas un rato así, se te pasará.
Sé que tiene razón. De verdad, lo sé. Silencio. Segundos transcurriendo con intolerable lentitud. Segundos que se convierten en minutos. Pierdo la noción del tiempo y, a la vez, no pierdo ni un solo detalle de mis zapatos: negros, elegantes, los cordones también son negros. Ligeramente raspados en el empeine izquierdo. Sucios de tierra en el talón derecho. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Poco a poco voy retomando el control sobre mi cuerpo y mi mente.
Como si me hubiera estado ahogando, salgo de entre mis propios brazos dando bocanadas de aire. He sobrevivido. He visto la luz al final del túnel y no la he seguido. Le he visto las sandalias a Jesucristo. Si fuera gato, ahora sólo me quedarían seis vidas. He acabado la batalla a 1 de vida. Pero lo que importa es que estoy vivo.
Echo un vistazo a mi alrededor, eufórico. Nada sienta mejor que la vida. Muevo los brazos, las manos; estiro los dedos, uno por uno, sin prisas. Admiro la psicomotricidad que soy capaz de alcanzar, disfruto de los colores y los olores que me ofrece la noche. En contraste con la sensación que sentía hace unos momentos, me veo preparado para comerme el mundo.
Para empezar, lo que me como son media docena de nubes de golosina. En el vistazo anterior había entrevisto un bote de cristal cuyo contenido parecía apetecible. Ahora, con el bote entre las rodillas, devoro las nubes una a una. El azúcar hace efecto y me hace sentir todavía mejor, las endorfinas acuden a raudales. Al lado de donde estoy sentado hay una mesa entera que sólo se puede clasificar como un bufet libre de golosinas. Moras, ladrillos azucarados, delfines de colorines, tiras con pica-pica, todo esto sumado a las milagrosas nubes. Gracias, Júnior, por ser un anfitrión tan previsor.
¿Y ahora qué? Ahora es imprescindible ir al baño. Si pretendo beber más, primero tendré que hacerle espacio. Desde mi posición puedo distinguir la cola que se ha formado delante del lavabo, por lo menos cuatro o cinco personas; demasiadas. Rita parece leerme las intenciones. Sin mediar palabra, me agarra por la muñeca y me guía hasta el interior de la casa. Ella sube los escalones de dos en dos y yo de uno en uno, con dificultades. Estoy a punto de tropezar unas cuantas veces. No estoy tan fino como creía en un principio.
Llegamos al segundo piso y me señala una puerta. Se trata de un baño secreto. En ese momento, poco menos que el Santo Grial. Le doy las gracias con los ojos y ella aprovecha para hablar por primera vez en mucho rato:
—¿Nos fumamos un cigarrito? —dice mientras agita la bolsa de tabaco para liar.
—Si me lo lías tú, porque yo, en este estado…
Ella se escurre hacia la habitación de al lado y yo cruzo la puerta del baño. Tras mear y lavarme la cara me encuentro algo mejor. Estoy algo extremo: igual me siento pletórico que me desmiembro por momentos. El choque con el amarillo me ha dejado exhausto.
Salgo del lavabo y voy a la habitación donde está Rita. La encuentro acodada en la ventana, fumando. Se parece un poco a un cuadro de Dalí. Al verme, me sonríe y me alcanza uno de los cigarrillos. A juzgar por la factura, ella va serena. O eso o tiene pulso de cirujano. Me lo coloco en la oreja y presto atención a la habitación: además de la ventana, abierta de par en par, por donde entra la luz de la luna, sólo hay un mueble más, una cama. Grande, de matrimonio. Deduzco que es el cuarto donde los novios pasarán la noche. No puedo resistirme y me dejo caer en ella. Es suave y mullida, dos adjetivos que invitan a cerrar los ojos y perderse en las propias alucinaciones.
—Jorge, no te duermas ahora, ¿eh?
Tiene razón, ahora no es momento de dormir. Pero la única manera de superar la tentación es cayendo en ella, así que me dejo mecer por las sábanas a la vez que imágenes aleatorias toman mi imaginación. No describiré ninguna. No recuerdo ninguna. Lo que sí recuerdo es estar ahí postrado, estirado tan largo como soy, incapaz de mover un solo músculo, cuando noto que algo me sube en línea recta por la tripa en dirección al pecho. Son imaginaciones mías, me digo, y no le hago caso. Pero la sensación no desaparece. No sólo persiste, sino que se intensifica. Esto no es producto de mi esquizofrenia prematura; ¡esto es jodidamente real!
Me levanto de un salto. La adrenalina me proporciona la energía que necesito. Me subo la camisa gradualmente, enrollándola. Quiero ver qué es aquello que está reptando por mi piel. Cuando llego a la primera costilla lo veo. Ahí está, un pequeño Kafka, una cucaracha azabache agarrada al botón de mi camisa.
Uno nunca sabe cuándo le van a poner a prueba. En mi caso, ya van dos veces la misma noche. En cualquier otro momento me hubiera arrancado la camisa; en ése en concreto  aguanté el tipo. Puede que no sea muy viril, pero me dan un asco tremendo los insectos en general y las cucarachas en particular. Es un miedo antiguo, viejo, irracional, que ataca  a mi cerebro reptiliano instándome a huir, a matar, o ambas cosas a la vez. Aunque, como he dicho, esta vez aguanté. ¿Por qué? No lo sé muy bien. Porque, pase lo que pase, sigo siendo yo mismo. Y no me gusta actuar impulsivamente.
—¡Quémala, Jota, Quémala! —grita Rita, percatándose del pequeño Kafka—. Quítate la camisa, tírate por la ventana, haz algo, joder, ¡lo que sea!
Me vienen a la mente las palabras que usa Aragorn en el famoso discurso delante de la Puerta Negra: veo en vuestros ojos el mismo miedo que encogería mi propio corazón. Describen perfectamente las emociones que destilan el rostro de Rita.
Estoy de pie, sigo con la camisa enrollada, monitorizando los movimientos de mi nuevo amigo. El pequeño Kafka está quieto, seguramente tan aterrorizado como yo y Rita juntos. No se atreve a moverse; allí, colgando bocabajo del botón de mi camisa, casi logra que empatice con él. Casi. Porque, al final, tengo muy claro que mi camisa es demasiado pequeña para los dos.
—Rita —digo, apremiándola—, necesito tu ayuda. Mira a ver si encuentras algo con lo que quitármela, un palo o cualquier cosa debería servir.
Rita da varias vueltas sobre sí misma, revisando la habitación, hasta que da con el objeto adecuado: casualmente hay una percha tirada en un rincón. Armada con ella, se acerca a mí con decisión y, de unos cuantos golpes diestros, derriba al pequeño Kafka sobre la cama. Luego, improvisando un silenciador casero con una almohada, la sitúa encima de la cucaracha y le propina media docena de sordos batacazos extra.
—¡Regresa a la oscuridad! —grita ella, golpeando una y otra vez hasta que las patas del pequeño Kafka cesan su actividad frenética para siempre.
—Gracias, joder, te debo una. Vaya manta de hostias que le has servido al bicho.
Rita vuelve a la ventana. Me da la espalda, pero sé que está sonriendo. Se acoda en la repisa y retoma su cigarrillo. Me gustaría decir que lo encendió con la luz de la luna, pero estaría mintiendo.
—¿Tienes fuego?
Me coloco a su lado y le doy fuego. La llama parpadea y proporciona un poco de calor. Es agradable aunque no haga nada de frío.

—Espero —dice ella—, que si acabas encontrando esa idea magnífica que has perdido antes y lo conviertes en un relato, no se te olvide mencionar quién fue tu ángel de la guarda.