Memoria número VI:
Es
tarde. Muy tarde. Una hora en la que la mayoría de gente ya está pensando en
levantarse y no en acostarse. Yo lo noto en mi cuerpo: mis músculos prefieren
estar relajados a acometer esfuerzos, si veo una silla, me adueño de ella. Me
cuesta concentrarme, más de lo habitual; el runrún del sueño merodea por mi
cerebro como un manto de niebla. Tengo los ojos enrojecidos, aunque todavía no
debo luchar para mantenerlos abiertos. Por último, levanto la vista al cielo y
está negro, negrísimo, moteado de pequeñas estrellas incandescentes. Al menos
se ven las estrellas. Por lo menos no está a punto de despuntar el sol.
Llegadas
estas horas sólo quedan en pie los valientes y los que son demasiado cobardes
para irse a dormir. Los cobardes hemos formado un círculo de sillas, como si
nos reuniéramos en torno a una hoguera, sólo que el medio está vacío. Los
valientes siguen en la pista de baile, enérgicos, pues saben que mientras quede
uno solo de ellos no se va a dar por terminada la fiesta.
Han
tratado de convertirme a mí mismo en un valiente. Se ha acercado una rubia
desconocida y me ha agarrado por el brazo. Ven a bailar, Jorge. Conocía mi
nombre, así que seguramente me la han presentado a lo largo del día. Yo no la
recuerdo y ni siquiera me siento mal por ello, no puedo recordar a todo el
mundo. La cuestión es que he rechazado la invitación, suavemente; más que
rechazarla la he declinado, siendo todo un caballero, esforzándome por alegar
alguna clase de excusa poco creíble. La rubia, sin embargo, no quería dejarme
ir. Me agarraba la muñeca con fuerza, no llegándome a hacer daño pero sí con excesiva fuerza, algo poco común en
alguien que sólo conoces de hace unas horas. Sé que he pensado que no debería
tomarse tantas confianzas, que si le he dicho que no es que no, y no necesito
justificarme. Pero sólo lo he pensado, no lo he dicho, porque Júnior ha acudido
en mi ayuda. Déjalo, ha dicho, Jorge es un bailador de segunda fila, no de
primera. La rubia ha encogido los hombros y se ha evaporado sin molestarme más.
De
momento somos tres en el círculo de los cobardes: León, el Vikingo y yo. León y
el Vikingo hablan de sus cosas, a las que no presto atención porque estoy
absorto en las mías. Sin embargo, sí me fijo en la modulación de sus voces;
León bastante grave, convincente, en
cambio el Vikingo, a pesar de su aspecto habla bastante agudo, en tesitura de tenor.
En el fondo no me importa, no necesitas tener una voz preciosa para que preste
atención a tus palabras, me basta con que tu mensaje sea interesante. Y el
Vikingo tiene muchas cosas interesantes a decir.
Antes,
contemplo cómo la figura de don Limpio va de un lado al otro, implacable.
Camina como si estuviera furioso, como si necesitara ponerse en marcha para
evitar que la ira lo consumiera por dentro. Seguramente tiene todavía tareas
por delante: asegurarse de que los camareros cumplan con los horarios, vigilar
que no haya cristales rotos por todas partes, qué sé yo. Al fin y al cabo es su
trabajo, no el mío, y no creo que cobre mal por desempeñarlo.
Creo
que estoy inquieto, jugueteando con el cigarrillo que antes me ha liado Rita,
sin acabar de decidirme a llevármelo a los labios.
—Cuéntale,
cuéntale, va —Es la voz de León, apremiando al Vikingo—. La historia esa de
cuando fuiste al Sónar con Felipe.
El
Vikingo empieza a hablar pero yo estoy muy cansado y disperso y no me entero de
nada. Soy medio consciente de que la historia vale la pena, de que me alegraré
de haberla escuchado, así que emprendo un esfuerzo activo para prestar
atención.
—Por
eso, no teníamos mucho dinero y necesitábamos conseguirlo cuanto antes —dice la
voz, aguda pero aterciopelada, del Vikingo. La historia ya está empezada pero
confío en no haberme perdido nada trascendente—. Nuestro objetivo era ir al
Sónar, así que Felipe tuvo una idea: ¿y si logramos que nos financien otros
nuestra expedición? El plan era sencillo. El Sónar se celebra anualmente a
mediados de junio, en Barcelona. Cogimos el barco aquí, en Palma, y nos
plantamos en la península. De aquí no nos llevamos prácticamente nada, sólo mi
furgoneta. Una vez allí, Felipe hizo uso de sus contactos y nos prestaron un
buen cargamento: principalmente hachís, aunque también nos llevamos un poco de M y coca. El festival dura tres días,
así que fuimos generosos. Había confianza, antiguas transacciones avalaban la
fiabilidad de Felipe, así que quedamos en arreglar cuentas después. Felipe era
el que partía el bacalao, el que conocía gente; yo me limitaba a proporcionar
la furgoneta y mi propia presencia.
La
historia se está volviendo interesante. Incluso se me está despejando un poco
la mente.
Entonces
—continúa el Vikingo—, conduje por media Cataluña con la furgoneta a rebosar de
droga. Que si ahora tenemos que ir a Vic, luego pasar por Castelldefels, dirigirnos
a Hospitalet… Yo con un miedo en el cuerpo enorme, ¿y si nos paran los mossos?
¿Y si hay algún control? Los móviles de ahora tienen aplicaciones para ayudarte
a evadirlos, pero no me fiaba demasiado. Felipe, sin embargo, iba más
tranquilo, más confiado, como si fuera imposible que aquello saliera mal. El
día anterior al inicio del festival ya nos apostamos por los alrededores del
recinto. Yo no sabía muy bien cómo actuar, pero Felipe sí: con mucha
naturalidad. Como si lo hubiéramos hecho toda la vida. Y funcionó. En pocas
horas ya habíamos reunido el dinero necesario para pagarnos las entradas y
aquello estaba todavía por empezar. Los tres días siguientes fueron una
maravilla. No os podéis imaginar lo que ansían drogarse los extranjeros, y la
cantidad de pasta que manejan. Aquí estamos en un lugar privilegiado, muchísimo
sol, un buen clima. Viene aquí un inglés, pretendes cobrarle diez pavos el
gramo de chocolate y se cree que es una ganga. Te lo quitan de las manos.
Rápidamente corrió la voz, dos pavos majos en una furgoneta venden buen
material a precio asequible, y en dos días vendimos todo lo que teníamos. ¡En
dos días! Teníamos dinero de sobra para pagar a los proveedores, las entradas,
el billete de barco e incluso volveríamos a Mallorca con un pellizco extra. La
jugada nos había salido redonda y, encima, el tercer día podíamos dedicarlo
exclusivamente al festival en sí.
—¿Qué
maravilla, no? —pregunta León.
—No
te lo puedes ni imaginar, hay que estar ahí para entenderlo. La música es extraña,
no te voy a mentir. Rollo electrónico y experimental, viene de perlas para
vender droga. Pero el ambiente… es totalmente imposible de describir. Es como
si la gente mutara al entrar en un festival, ¿entendéis? No sólo en éste, sino
en todos. Dejan de ser ellos mismos, se convierten en otra cosa. A ver, no
faltan los que buscan malos rollos y dar el palo a algún pobre desgraciado,
pero son la excepción. Muy al contrario, la mayor parte de los asistentes
parece haber encontrado la paz: están experimentando la plenitud, fusionándose
con el cosmos. Suena muy etéreo, lo sé. Voy a poneros un ejemplo:
Era
el tercer día del festival, más de las seis de la mañana. Se respiraba un aire
de despedida; todos éramos conscientes de ello pero nos resistíamos, pensando:
va, una canción más, hasta que salga el sol, y luego todavía queda el bis de
cortesía. Un poco lo que está ocurriendo ahora mismo aquí —añade el Vikingo
mientras señala hacia la pista de baile, donde una docena de personas siguen
entrelazándose los unos con los otros—. Yo en primera fila, cómo no,
disfrutando del evento como el que más, porque me lo he currado, he arriesgado
y me ha salido bien y me lo merezco. No paro de dar vueltas, de girar, de hacer
el animal, y no me preocupa. Felipe está a mi lado, portándose de forma
parecida. ¿Verdad? Lo busco y no lo veo. ¿Dónde habrá ido? Me doy una vuelta,
esquivando vasos de plástico y codazos ajenos. No lo veo. Habrá ido a mear, o
habrá salido un momento. No pasa nada. Deshago mis pasos y me vuelvo a mi lugar
de origen, donde sé que Felipe será capaz de encontrarme, pero de camino algo
llama mi atención. Se trata de un loco vestido de torero.
—¿Un
tío vestido de torero? —escucho que pregunta mi propia voz.
—Un
puto torero, tío. Es decir, no un torero de verdad, pero un tío con un traje de
luces. Yo soy totalmente anti-taurino, no te creas. Torturar un pobre animal…
bien podríamos volver a echar cristianos a los leones. Sin embargo, aquél
torero me llamó la atención por varios motivos. El primero, no era un torero de
verdad, no había nada que lo uniera a la ideología que rechazo. Aquel chaval
sólo quería llamar la atención; seguramente era un extranjero que, viendo en
algún lado que lo más típico del país son los toros y los trajes de sevillana,
había querido vestirse en consecuencia. Recuerdo que en ese momento pensé: este
tío, vale, se ha equivocado, se ha vestido de torero, vaya cagada, pero la
intención es buena, pues pretende fusionarse con la cultura local,
comprenderla, formar parte de ella. Incluso me enternecí un poco, la verdad,
como si recuperara mi fe perdida en la humanidad. El segundo motivo, no paraba
de dar capotadas. Una y otra vez. Con brío, con garbo. Me acerqué a él y le
pregunté en inglés que cómo estaba, si se lo estaba pasando bien. No me
respondió. Se acercó un amigo suyo, o eso supongo, y me dijo que estaba en
trance, que llevaba las últimas ocho horas ahí, de pie, capote va, capote
viene, sin responder a ninguno de los que se le acercaban, incluidos sus
conocidos. Me quedé un rato allí, admirándolo: su energía no parecía tener fin.
Llevaba unas gafas de sol que le oscurecían el semblante a la vez que le
tapaban los ojos. Debía tenerlos inyectados en sangre, a punto de explotar,
pero eso todavía no le importaba. Un detalle más: el capote, mitad fucsia,
mitad amarillo, tenía unas luces incrustadas que se encendían y apagaban a
intervalos regulares. Como si se trataran de luces de navidad Todo muy cutre,
materiales de muy mala calidad, posiblemente comprados en los chinos. Pero ese
detalle me bastó para acabar de concederle un mote apropiado: el Cibertorero.
Me
cansé de estar allí de pie y volví a la primera fila, abriéndome camino a base
de fuerza. Si vas a un festival más te vale dejar las sutilezas en casa. Al
llegar, Felipe había vuelto. No le pregunté dónde había estado, sino que le
relaté mi encuentro con el Cibertorero. Le conté también el buen rollo que me
había transmitido, así como todas las reflexiones que había articulado en la
última media hora. No sé muy bien si Felipe entendió algo de todo aquello. Lo
que sí sé es que me miró muy fijamente y explotó, de verdad, literalmente
explotó en risas y lágrimas.
—¿Y
eso, se estaba riendo de ti?
—¡Vaya
si lo estaba haciendo! Resulta que el Cibertorero le había comprado, él solito,
la mitad de toda nuestra cocaína.
Cinco
o diez minutos después el Vikingo se levanta y se aleja unos pasos, de la mano
de una mujer. Ella es bajita, morena, no especialmente guapa ni atractiva. El
Vikingo la mira, o eso creo, con dulzura infinita. Ella estaba bailando
mientras que el Vikingo nos relataba su historia. Ahora, se han vuelto a
juntar. Los veo andar, lentamente, tranquilamente, modestamente. El Vikingo se
gira hacia nosotros y susurra unas palabras de despedida. Se van, que ya es
tarde. Ella también corea su adiós y los veo perderse en el parking, algo
totalmente corriente pero a la vez sobrenatural; dos entes en el proceso de
convertirse en uno. Siento envidia.
Imagino
la tibieza de un amor cotidiano. Nada de fuego llameante, ni pasiones
incandescentes. No pienso en un amor que lleva encerrada la furia que parecía
antes poseer a don Limpio. Qué va, se trata de algo mediocre, normal, pero,
otra vez, de algo insólito: dos personas que acuden a la boda de un viejo
amigo, comen, bailan, cenan, hablan y luego se recogen el uno al otro y vuelven
para casa. Juntos pero separados, experimentan el placer de ser uno mismo y a
la vez ser dos. Es bello, me digo, muy bello. Y vuelvo a sentir una punzada de
envidia.
Mientras
pienso en esto, León ha desaparecido. Estoy solo en el círculo de los cobardes.
Llevo a cabo un vano intento por encontrarlo sin moverme del sitio y fallo
estrepitosamente. No me apetece moverme, vuelvo a sentirme cansado. Cierro los
ojos y me prometo que no me voy a dormir, que sólo estoy cojo fuerzas unos
segundos. Cuento hasta treinta y los vuelvo a abrir a base de fuerza de
voluntad. Cuando lo logro, hay alguien a mi lado.
—Me
fijé en cómo los veías irse —dice la voz a mi lado.
Giro
la cabeza para ver quién me habla y veo un hombre alto, delgado y calvo. Por
supuesto no se trata de don Limpio, quien está mucho más gordo. Es uno de los
invitados, aunque no sé a qué subgrupo pertenece.
—¿Crees
que son felices? —pregunta el recién llegado.
La
cuestión ni siquiera me coge por sorpresa. Esta boda está siendo un desfile de
personalidades.
—No
tengo ni idea —respondo—. Creo que tienen algo de lo que yo carezco, y por eso
siento envidia.
—Ah,
ya veo. La felicidad es abstracta hasta que la experimentas.
Sus
palabras se me antojan inescrutables. ¿Qué querrá decir? Así que se lo pregunto.
Si se ha sentado a mi lado es que tendrá una buena razón para ello. O quizá no,
me recuerdo a mí mismo antes de oírlo hablar.
—Es
muy sencillo: pensar las cosas no sirve de nada. La vida no está en el interior
de nuestra cabeza sino en el exterior. Necesitamos estímulos, vista, gusto,
olfato, oída, tacto. Experimenta cada uno de ellos, interactúa con el mundo que
te rodea. Únicamente cuando lo estás viviendo aquello se vuelve real; luego
sólo quedan el recuerdo o la esperanza de que vuelva, el pasado y el futuro,
dos guarras llenas de promesas que nunca te llevan a nada.
Me
fijo en la figura que tengo delante. Está algo demacrado y la falta de luz le
confiere un aspecto enfermizo. Durante todo este rato ha estado liando un
canuto, por lo que la duda entra en escena: ¿Se trata de un genuino filósofo o
de un tío muy fumado? No tengo todavía la suficiente información como para
poder discernir. Se acaba de liar el canuto y me pregunta si tengo fuego. Le
alcanzo mi mechero. Fuma largamente antes de ofrecérmelo.
—Sólo
es tabaco. ¿Querés una calada?
Lo
acepto y le doy las gracias.
—Mierda,
cuanto más tiempo paso en España, más cerrado se vuelve mi acento argentino
—añade él mientras una sonrisa torcida se adueña de su boca.
Nos
reímos. Me hace toser ligeramente. Le devuelvo el cigarrillo. Se lo queda
mirando, pensativo.
—Yo
compartiría hasta el último trozo de pan —dice el argentino—. Una vez que has
experimentado el hambre, no se lo deseas a nadie más. O eso o eres un ser vil.
Yo tengo ya treinta años y allá, en Argentina, ya hemos pasado más de cuatro
crisis económicas. Para que luego hablen de Europa. ¿Alguna vez has llevado una
camiseta Nike o Adidas?
—Sí,
por supuesto —le contesto. Noto en su tono de voz que no pretende reprocharme
nada. Sólo quiere exponer su punto de vista.
—Yo
llegué a los veinte sin haber llevado nunca una remera de primera mano, ya no
hablemos de ropa de marca. Veinte años llevando pantalones usados, el cien por
cien de las veces. Esas cosas te marcan, ¿entendés? Vos y yo no podemos tener
la misma mentalidad, la misma forma de comprender el mundo, porque no hemos
vivido la misma infancia.
Los
malditos prejuicios, lo veo liar un cigarrillo y hablar de temas poco comunes y
ya doy por hecho que es un yonqui, cuando en realidad el argentino está
totalmente sereno y no desvaría: su hilo argumentativo es claro, me está
conduciendo hasta un punto en concreto. Siento curiosidad por saber cuál es.
—Por
eso —continúa él— es tan importante la experiencia. Porque no eres nada de lo
que piensas sino de lo que haces, de lo que vives, de lo que experimentas. Y
hoy en día tenemos miedo a experimentar. ¡No te drogues, que eso es malo!
—Aprovecha el momento para volver a ofrecerme el cigarrillo—. ¿Quién eres vos
para decirme qué puedo y qué no puedo hacer? ¡Nadie! Hay que experimentar con
uno mismo, carajo. Te lo debes a ti mismo, de verdad. Miedo, miedo y miedo. A
las drogas, a la muerte, a lo desconocido. Miedo es el que tienen los de arriba a que aprendamos a reflexionar
por nosotros mismos, a que desarrollemos un espíritu crítico. Eso sería fatal,
porque luego nos preguntaríamos por qué carajo tienen que estar ellos arriba y
nosotros abajo. Por eso hay normas, por eso existe este término que tanto odio,
normal, una mentira expandida a los
cuatro vientos. ¿Quién carajo es normal? ¿Vos? ¿Yo? Nadie es normal. Sólo el hecho
de tener un conocimiento pobre de alguien te lleva a calificarla como normal.
Todos somos mundos, pequeños universos compactos, inexplorados… Pero no
interesa. No podemos conceder tanto valor a los demás, o entonces nos veríamos
obligados a respetarlos. Si aquél pobre niño es un universo virgen, ¿con qué
cara lo atas a la mesa y lo obligas a coser chamarras Nike durante doce horas
al día? Nadie sería capaz de hacerlo. Por eso nos ocultamos tras empresas, lobbys, asociaciones, culturas, razas.
Colectivos, en general. Algo que nos designe como un conjunto y no como
individuales. Algo que nos permita quedarnos a la sombra, que nos evite tener
que experimentar y conocer. Porque, imagínate que, de golpe, te das cuenta de
la verdad, aceptas que la vida es un instante, un presente que dura
exclusivamente hasta que se acaba. ¿Cómo diablos consientes en dedicar tu vida
a conseguir dinero para pagar el carro que no necesitas? Sólo hay una
respuesta, el miedo. Miedo, miedo, y más miedo. Yo pensaba que el miedo más
atroz lo sentía un niño pequeño cuando su madre le apagaba la luz y lo dejaba
solo. ¡Cuánto me equivocaba! El miedo más intenso lo siente un bróker al
imaginarse a él mismo como hombre más rico del mundo, porque entonces se vería
obligado a plantearse la pregunta de oro: ¿y ahora qué?
Me
quedo fascinado con sus palabras. Será verdad que los argentinos tienen una
verborrea especial. Necesito unos segundos para organizar todos los conceptos
que me ha lanzado, para comprender el verdadero alcance de sus palabras. Pero
él no está dispuesto a concederme una pausa.
—Y
luego está la temática estrella, el hit
de la noche. Imagínate que hay un tsunami, no aquí, en Mallorca, donde todavía
no estamos tan jodidos. No, por ejemplo en Tailandia, en Japón o en cualquier otro país del sudeste
asiático, como los que hubo a principios de los 2000. Los animales empiezan a
correr para huir, y a todos nos parece aceptable: ¿quién querría quedarse a
contemplar cómo la ola se cierne sobre ti y te devora? Bien, pues vayamos de
los desastres naturales a los que causamos nosotros mismos. Por ejemplo, la que
conoceremos en el futuro como Tercera Guerra Mundial, todo el marrón que hay
ahora en oriente próximo y el norte de África, la primavera árabe de hace unos
años, en Egipto, en Libia, y ahora toda la problemática de Siria. ¿Cómo tenés
los cojones tú, en tanto que político, de sentarte en una buena mesa, trajeado,
usando corbata, y decir con total naturalidad que esos pobres seres humanos son
ilegales en tu país de bien y que por lo tanto deben quedarse al otro lado de
la frontera.
—Yo
no los tendría. Por eso nunca me plantearía entrar a político. Sólo los viles
logran llegar lejos.
No
recibo respuesta. Miro a un lado y al otro, pero vuelvo a estar solo. El
argentino se ha ido así como ha llegado, misteriosamente. Ya a lo lejos atisbo
su figura, el perfil aguileño, la calva reluciente con pequeñas gotitas de
sudor. Se dirige a la pista de baile, a llevar a cabo la función que se ha
autoimpuesto: no permitir que la fiesta se acabe. Él también es consciente de
cuán valioso es un día de celebración.
No
me molesta que no se haya despedido, al revés, estoy contento de que el
encuentro haya transcurrido así, como dos fugitivos encontrándose casualmente
en algún territorio neutral, demasiado preocupados por la justicia como para
echar cuentas a las formalidades.