Jorge
Feix despertó aquella mañana con un regusto amargo de importancia en el
paladar. No se trataba de un día cualquiera. La Hermandad había convocado
jurado popular y él mismo había sido invitado. Se trataba de un evento extraordinario
y, por lo tanto, cierta aura de misterio y misticismo lo envolvía.
Las
sociedades como la Hermandad tienen una serie de leyes tácitas que nadie se
atreve a desobedecer. No se habla ni se advierte sobre ellas, simplemente son
conocidas y respetadas por todos sus integrantes; son sagradas, en cierto modo,
y quebrantarlas significa mucho más que cometer una simple infracción. Romper
los preceptos implica desafiar la comunidad al completo y arriesgarse a su ira.
Tenía que haber un juicio.
Tenía que haber un juicio.
Los
elementos de la Hermandad se acoplaban para formar moléculas muy variadas: por
ejemplo, si encadenabas a Jordi Palau con Roberto Moragues el resultado era
casi siempre la música. Si, por el otro lado, ligabas un átomo de Liam Mercadal
con otro de Damián Molina muy probablemente acabaras dando con la ironía. A
cualquiera de ellos podías anexarle una partícula de León Machado y entonces
conseguías suavizar el ambiente, pacificarlo, quizá sedarlo. Dotarlo de una
calma inalcanzable de otro modo. En el lado opuesto, Diego Santana era una
molécula en sí mismo: allí donde fuera habría ruido y fuegos artificiales,
alumbrando a la vez que llamando la atención. Un líder portando una capa roja
en la batalla es una estrategia arriesgada: eleva la moral de las tropas a la
vez que resulta un blanco fácil para las saetas enemigas.
La
primera regla del Club de la Lucha es que nadie habla sobre el Club de la
Lucha. La segunda regla del Club de la Lucha es que ningún miembro habla sobre
el Club de la Lucha. La primera regla de la Hermandad es que no se hace nada
que pueda destruir la Hermandad. La segunda regla de la Hermandad es que sólo
hay una regla.
Roberto
Moragues se sentía extremadamente culpable. Se consideraba en gran parte el
causante de todo aquel embrollo. Él, que se veía a sí mismo como una persona
juiciosa y moderada, había gastado todos sus cartuchos en la defensa. Incapaz incurrir
en traición a gran escala acusó el error que comúnmente comete la gente
inteligente: pensó que toda persona tiene unos límites que no se pueden
rebasar. Por lo menos, se dijo a sí mismo algo compungido, habrá un juicio. Y
entonces quizá nos dé una explicación.
Diego
Santana ardía por dentro. Le gustaba pensar de él mismo que era una buena
persona, un caballero, que trataba a los demás seres vivos con cierto respeto y
que no necesitaba pisar a nadie para lograr sus objetivos. Por lo tanto, cuando
lo pisaban a él, se sentía dolido. Su primer instinto era atacar: solucionar
los contratiempos de forma cruel y violenta y por lo tanto efectiva. Sin
embargo, se controló. Se sabía impulsivo así que tomó un tiempo para evaluar con frialdad la situación.
No quería precipitarse.
Unos
días atrás se había reunido con Moragues y Feix para discutir el asunto. Los
demás integrantes estaban rabiosos, codiciaban sangre y venganza y, a veces, la
unanimidad puede ser muy peligrosa. Había que examinarlo desde todos los puntos
de vista, eliminar cualquier posibilidad de equivocación. Santana los recogió
en su Passat y los llevó a su propia casa. Les ofreció pan y droga y salieron a
la terraza y hablaron largamente del tema. Moragues estaba dolido pero se
esforzaba por mantenerse sereno, estable. Luchaba contra sí mismo para no dejar
que su orgullo herido interviniera en su capacidad de juicio. Feix, tal y como
se esperaba, actuó a modo de abogado del diablo y, de forma implacable, se
aseguró de que todo el procedimiento se llevaba a cabo de forma intachable. Al acabar la reunión,
Santana se sentía un poco más tranquilo: por lo menos se le iba a conceder una
oportunidad.
León
Machado estaba fascinado por la situación. De qué manera una compañía cerraba
filas para rechazar la amenaza exterior. La capacidad humana de camaradería y
empatía lo seducía y sacudía de una manera insospechada. Incluso llegó a
acariciar la idea de darse un capricho irracional, abogar por un linchamiento
directo y masivo; sin juicio, sin jurado, sin verdugo: solo ellos y el acusado,
que de golpe era la presa, una presa débil, joven e inexperta, un trofeo, una
oportunidad andante de fortalecer los lazos de la comunidad a la que pertenecía
y que hacía tan poco se habían estado tambaleando hasta rozar el
desvanecimiento. Pensó en redención y en justicia divina para luego, volviendo
en sí de aquel trance momentáneo, recordar que él mismo no era ningún dios,
sólo uno más de entre todos, y que quizá no debería haber bebido tanto. Joder
cómo aturde el puto ron.
El
mismo día escogido se había desplazado junto con Mercadal y Molina hacía
Palamós, donde tenía que ser celebrado el acto. Rondaba la segunda quincena de
agosto y el pueblo se había engalanado para celebrar las fiestas locales.
Habría música, alcohol, drogas y miríadas de espectadores ciegos que no se
darían cuenta de absolutamente nada. El trío llegó pronto, a media tarde, y sin
esperar al resto de la comitiva inauguraron el espectáculo de la mejor forma
posible: bebiendo como cosacos.
Después
–y durante- charlaron, caminaron y pasaron el tiempo según el carácter de cada
uno. Machado se mantuvo discreto sin que ello significara dejar de vaciar el
vaso de cubalibre. Mercadal, algo más vehemente, se aclaraba la garganta a
largos tragos mientras que su rabia se intensificaba. Molina, aunque igual de
rabioso, mantenía la mirada clara: cuando llegara el momento iba a necesitar
toda la serenidad a la que pudiera agarrarse.
Cuando
Jorge Feix subió al Passat de Diego
Santana éste ni siquiera le dio la mano. Las tenía ocupadas manufacturando un
porro del tamaño de una catedral a la vez que dirigía el volante con las
rodillas y aceleraba sin piedad. Se espoleaban el uno al otro, calada a calada,
Santana casi aturdido por la excitación y Feix, cabal, disfrutando del control
que ejercía sobre el curso de los acontecimientos su pasional amigo. De camino
a casa de Santana, donde iban a compartir una última cena, se encontraron con
Moragues y Palau, quienes iban en otro vehículo, deslizándose por la autopista.
Casi hubo colisión en tres ocasiones. Llegaron sanos y salvos los cuatro.
Apenas
faltaban unas horas y la función debía continuar: el trío M formado por
Machado, Molina y Mercadal ya estaba en el destino final, aguardando, mezclando
nervios, impaciencia, alcohol y excitación. El resto, el cuarteto forjado por
Moragues, Santana, Palau y Feix iban a ser los encargados de recoger al acusado
y transportarlo a Palamós. Era importante que todo se llevara a cabo de la
forma más prudente posible: se le iba a permitir dar explicaciones, pero no
podía llevarlas escritas. Debían ser naturales, espontáneas y, por lo tanto,
sinceras.
Cenaron
un cuarto de quiche y salchichas fritas, sin arroz. Bebieron agua. Feix lió un
porro y se lo fumó con Santana. Luego lió otro y repitieron el mismo proceso.
Después Palau cogió la guitarra e improvisó algo. Moragues se le unió. Santana
también. Incluso Feix. Cantaron. Hablaron de lo putas que son las mujeres,
excepto madres y hermanas, y no todas. Hablaron del negocio entre sus piernas y
de sus ojos verdes. Hablaron de cosas intrascendentes. Al final, Feix se hizo
otro porro y dieron cuenta de él –Moragues y Palau no fumaban-. Llegó la hora.
Subieron
todos al Passat y Santana dejó que la presión que lo envolvía se traspasara al
acelerador. Volaron. Moragues tuvo que pedirle que se calmara y se calmó. Dirección:
aeropuerto. El nombre del acusado era Perla Miranda. Había cogido un vuelo
desde Palma de Mallorca para pasar unos días con la Hermandad. Tenía previsto
quedarse en casa de Santana y disfrutar de unas, creía ella, merecidas
vacaciones de sol y playa. Santana le dijo que nada más aterrizar se la llevaba
de fiesta. Había comprado Jack Daniels. Perla no pudo resistirse.
Horas
más tarde, Diego Santana le confesó a Jorge Feix que ella se había dado cuenta
de todo al primer abrazo. Apenas le bastó sentir la frialdad que desprendía
Santana para figurarse que algo no encajaba. El trayecto desde Barcelona a
Palamós, de casi una hora y media de duración, estuvo a caballo entre la
incomodidad y el surrealismo. Santana, el dueño del coche, dominaba también el
ámbito musical: I’m a psycho killer! Gritaba
Muse y oían todas las orejas a tres kilómetros a la redonda. Perla, serena,
conversaba de nimiedades con Jordi Palau mientras Roberto Moragues dedicaba
todas sus fuerzas a parecer natural. Santana estaba en su salsa, disfrutando
del acontecimiento una vez que se había puesto en marcha y Feix lo veía todo
como en tercera persona, como si se tratara de una película proyectada sólo
para él.
El
trayecto acabó en Palamós, primero un parking abarrotado en las afueras, y
luego, una vez se hubieron asegurado de que los otros tres los habían visto, un
callejón donde estar tranquilos. La tripulación del automóvil desfiló hacia la
calle en procesión: como si se tratara de una reunión en algún gueto del Harlem
hispano o un último adiós a un condenado a la silla eléctrica, saludaron a
Machado, Molina y Mercadal. Parecía que llevaban años sin verse cuando, a lo
sumo, habían pasado un par de días.
La
última en salir fue Perla Miranda, quien se mantuvo alejada del resto,
permitiendo que el grupo llevara a cabo sus rituales. Seis de los cofrades se apoyaron
en el Passat, en un lado de la calle. En el otro, Perla los contemplaba,
expectante. Nadie dijo nada. Santana, el maestro de ceremonias, se acercó a
ella y conversaron en voz baja. Él volvió a alejarse. Sacó una pitillera del
bolsillo trasero y extrajo de ella un porro ya liado. Lo encendió y esperó.
Miranda no dijo nada durante un buen rato. Entonces Moragues explotó: ¿no
tienes nada que decir? Más silencio.
Hasta
que se resquebrajó. Mercadal pidió explicaciones. Moragues le pidió que se
callara. Mercadal no podía soportar la falta de palabras, la falta de
motivos, la falta de comunicación. Perla se mantuvo todo el tiempo como una estatua
egipcia, hierática, impasible. Sin cruzar los brazos, sin demostrar miedo. Como
si no acabara de coger un avión para dar con sus huesos en frente de siete
varones enfurecidos.
Santana
fumaba en silencio, resignado. Moragues lanzó el ultimátum. ¿De verdad que no
tienes nada que decir?
Mercadal
se acariciaba el cuello, incrédulo. Molina miraba al suelo, enfadado. Machado
se apartó del coche y dio unos cuantos pasos cortos, intranquilo. Palau sonreía
pero sus manos denotaban nerviosos. Los labios de Perla se movieron para
articular un único monosílabo: no.
Sin
que los demás se dieran cuenta, apareció Santana con la maleta de Miranda. La
dejó a sus pies con delicadeza, sin mirarla a la cara en ningún momento. Poco a
poco, todos los personajes fueron abandonados el callejón.
Prácticamente
no quedaba nada más que decir.
Déjame
darle un tiento a eso, Diego, finalizó Jorge Feix.
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