lunes, 31 de agosto de 2015

Disidentes

Jorge Feix despertó aquella mañana con un regusto amargo de importancia en el paladar. No se trataba de un día cualquiera. La Hermandad había convocado jurado popular y él mismo había sido invitado. Se trataba de un evento extraordinario y, por lo tanto, cierta aura de misterio y misticismo lo envolvía.
Las sociedades como la Hermandad tienen una serie de leyes tácitas que nadie se atreve a desobedecer. No se habla ni se advierte sobre ellas, simplemente son conocidas y respetadas por todos sus integrantes; son sagradas, en cierto modo, y quebrantarlas significa mucho más que cometer una simple infracción. Romper los preceptos implica desafiar la comunidad al completo y arriesgarse a su ira.
Tenía que haber un juicio.
Los elementos de la Hermandad se acoplaban para formar moléculas muy variadas: por ejemplo, si encadenabas a Jordi Palau con Roberto Moragues el resultado era casi siempre la música. Si, por el otro lado, ligabas un átomo de Liam Mercadal con otro de Damián Molina muy probablemente acabaras dando con la ironía. A cualquiera de ellos podías anexarle una partícula de León Machado y entonces conseguías suavizar el ambiente, pacificarlo, quizá sedarlo. Dotarlo de una calma inalcanzable de otro modo. En el lado opuesto, Diego Santana era una molécula en sí mismo: allí donde fuera habría ruido y fuegos artificiales, alumbrando a la vez que llamando la atención. Un líder portando una capa roja en la batalla es una estrategia arriesgada: eleva la moral de las tropas a la vez que resulta un blanco fácil para las saetas enemigas.
La primera regla del Club de la Lucha es que nadie habla sobre el Club de la Lucha. La segunda regla del Club de la Lucha es que ningún miembro habla sobre el Club de la Lucha. La primera regla de la Hermandad es que no se hace nada que pueda destruir la Hermandad. La segunda regla de la Hermandad es que sólo hay una regla.
Roberto Moragues se sentía extremadamente culpable. Se consideraba en gran parte el causante de todo aquel embrollo. Él, que se veía a sí mismo como una persona juiciosa y moderada, había gastado todos sus cartuchos en la defensa. Incapaz incurrir en traición a gran escala acusó el error que comúnmente comete la gente inteligente: pensó que toda persona tiene unos límites que no se pueden rebasar. Por lo menos, se dijo a sí mismo algo compungido, habrá un juicio. Y entonces quizá nos dé una explicación.
Diego Santana ardía por dentro. Le gustaba pensar de él mismo que era una buena persona, un caballero, que trataba a los demás seres vivos con cierto respeto y que no necesitaba pisar a nadie para lograr sus objetivos. Por lo tanto, cuando lo pisaban a él, se sentía dolido. Su primer instinto era atacar: solucionar los contratiempos de forma cruel y violenta y por lo tanto efectiva. Sin embargo, se controló. Se sabía impulsivo así que  tomó un tiempo para evaluar con frialdad la situación. No quería precipitarse.
Unos días atrás se había reunido con Moragues y Feix para discutir el asunto. Los demás integrantes estaban rabiosos, codiciaban sangre y venganza y, a veces, la unanimidad puede ser muy peligrosa. Había que examinarlo desde todos los puntos de vista, eliminar cualquier posibilidad de equivocación. Santana los recogió en su Passat y los llevó a su propia casa. Les ofreció pan y droga y salieron a la terraza y hablaron largamente del tema. Moragues estaba dolido pero se esforzaba por mantenerse sereno, estable. Luchaba contra sí mismo para no dejar que su orgullo herido interviniera en su capacidad de juicio. Feix, tal y como se esperaba, actuó a modo de abogado del diablo y, de forma implacable, se aseguró de que todo el procedimiento se llevaba a cabo de  forma intachable. Al acabar la reunión, Santana se sentía un poco más tranquilo: por lo menos se le iba a conceder una oportunidad.
León Machado estaba fascinado por la situación. De qué manera una compañía cerraba filas para rechazar la amenaza exterior. La capacidad humana de camaradería y empatía lo seducía y sacudía de una manera insospechada. Incluso llegó a acariciar la idea de darse un capricho irracional, abogar por un linchamiento directo y masivo; sin juicio, sin jurado, sin verdugo: solo ellos y el acusado, que de golpe era la presa, una presa débil, joven e inexperta, un trofeo, una oportunidad andante de fortalecer los lazos de la comunidad a la que pertenecía y que hacía tan poco se habían estado tambaleando hasta rozar el desvanecimiento. Pensó en redención y en justicia divina para luego, volviendo en sí de aquel trance momentáneo, recordar que él mismo no era ningún dios, sólo uno más de entre todos, y que quizá no debería haber bebido tanto. Joder cómo aturde el puto ron.
El mismo día escogido se había desplazado junto con Mercadal y Molina hacía Palamós, donde tenía que ser celebrado el acto. Rondaba la segunda quincena de agosto y el pueblo se había engalanado para celebrar las fiestas locales. Habría música, alcohol, drogas y miríadas de espectadores ciegos que no se darían cuenta de absolutamente nada. El trío llegó pronto, a media tarde, y sin esperar al resto de la comitiva inauguraron el espectáculo de la mejor forma posible: bebiendo como cosacos.
Después –y durante- charlaron, caminaron y pasaron el tiempo según el carácter de cada uno. Machado se mantuvo discreto sin que ello significara dejar de vaciar el vaso de cubalibre. Mercadal, algo más vehemente, se aclaraba la garganta a largos tragos mientras que su rabia se intensificaba. Molina, aunque igual de rabioso, mantenía la mirada clara: cuando llegara el momento iba a necesitar toda la serenidad a la que pudiera agarrarse.
Cuando Jorge Feix subió al Passat de  Diego Santana éste ni siquiera le dio la mano. Las tenía ocupadas manufacturando un porro del tamaño de una catedral a la vez que dirigía el volante con las rodillas y aceleraba sin piedad. Se espoleaban el uno al otro, calada a calada, Santana casi aturdido por la excitación y Feix, cabal, disfrutando del control que ejercía sobre el curso de los acontecimientos su pasional amigo. De camino a casa de Santana, donde iban a compartir una última cena, se encontraron con Moragues y Palau, quienes iban en otro vehículo, deslizándose por la autopista. Casi hubo colisión en tres ocasiones. Llegaron sanos y salvos los cuatro.
Apenas faltaban unas horas y la función debía continuar: el trío M formado por Machado, Molina y Mercadal ya estaba en el destino final, aguardando, mezclando nervios, impaciencia, alcohol y excitación. El resto, el cuarteto forjado por Moragues, Santana, Palau y Feix iban a ser los encargados de recoger al acusado y transportarlo a Palamós. Era importante que todo se llevara a cabo de la forma más prudente posible: se le iba a permitir dar explicaciones, pero no podía llevarlas escritas. Debían ser naturales, espontáneas y, por lo tanto, sinceras.
Cenaron un cuarto de quiche y salchichas fritas, sin arroz. Bebieron agua. Feix lió un porro y se lo fumó con Santana. Luego lió otro y repitieron el mismo proceso. Después Palau cogió la guitarra e improvisó algo. Moragues se le unió. Santana también. Incluso Feix. Cantaron. Hablaron de lo putas que son las mujeres, excepto madres y hermanas, y no todas. Hablaron del negocio entre sus piernas y de sus ojos verdes. Hablaron de cosas intrascendentes. Al final, Feix se hizo otro porro y dieron cuenta de él –Moragues y Palau no fumaban-. Llegó la hora.

Subieron todos al Passat y Santana dejó que la presión que lo envolvía se traspasara al acelerador. Volaron. Moragues tuvo que pedirle que se calmara y se calmó. Dirección: aeropuerto. El nombre del acusado era Perla Miranda. Había cogido un vuelo desde Palma de Mallorca para pasar unos días con la Hermandad. Tenía previsto quedarse en casa de Santana y disfrutar de unas, creía ella, merecidas vacaciones de sol y playa. Santana le dijo que nada más aterrizar se la llevaba de fiesta. Había comprado Jack Daniels. Perla no pudo resistirse.
Horas más tarde, Diego Santana le confesó a Jorge Feix que ella se había dado cuenta de todo al primer abrazo. Apenas le bastó sentir la frialdad que desprendía Santana para figurarse que algo no encajaba. El trayecto desde Barcelona a Palamós, de casi una hora y media de duración, estuvo a caballo entre la incomodidad y el surrealismo. Santana, el dueño del coche, dominaba también el ámbito musical: I’m a psycho killer! Gritaba Muse y oían todas las orejas a tres kilómetros a la redonda. Perla, serena, conversaba de nimiedades con Jordi Palau mientras Roberto Moragues dedicaba todas sus fuerzas a parecer natural. Santana estaba en su salsa, disfrutando del acontecimiento una vez que se había puesto en marcha y Feix lo veía todo como en tercera persona, como si se tratara de una película proyectada sólo para él.
El trayecto acabó en Palamós, primero un parking abarrotado en las afueras, y luego, una vez se hubieron asegurado de que los otros tres los habían visto, un callejón donde estar tranquilos. La tripulación del automóvil desfiló hacia la calle en procesión: como si se tratara de una reunión en algún gueto del Harlem hispano o un último adiós a un condenado a la silla eléctrica, saludaron a Machado, Molina y Mercadal. Parecía que llevaban años sin verse cuando, a lo sumo, habían pasado un par de días.
La última en salir fue Perla Miranda, quien se mantuvo alejada del resto, permitiendo que el grupo llevara a cabo sus rituales. Seis de los cofrades se apoyaron en el Passat, en un lado de la calle. En el otro, Perla los contemplaba, expectante. Nadie dijo nada. Santana, el maestro de ceremonias, se acercó a ella y conversaron en voz baja. Él  volvió a alejarse. Sacó una pitillera del bolsillo trasero y extrajo de ella un porro ya liado. Lo encendió y esperó. Miranda no dijo nada durante un buen rato. Entonces Moragues explotó: ¿no tienes nada que decir? Más silencio.
Hasta que se resquebrajó. Mercadal pidió explicaciones. Moragues le pidió que se callara. Mercadal no podía soportar la falta de palabras, la falta de motivos, la falta de comunicación. Perla se mantuvo todo el tiempo como una estatua egipcia, hierática, impasible. Sin cruzar los brazos, sin demostrar miedo. Como si no acabara de coger un avión para dar con sus huesos en frente de siete varones enfurecidos.
Santana fumaba en silencio, resignado. Moragues lanzó el ultimátum. ¿De verdad que no tienes nada que decir?
Mercadal se acariciaba el cuello, incrédulo. Molina miraba al suelo, enfadado. Machado se apartó del coche y dio unos cuantos pasos cortos, intranquilo. Palau sonreía pero sus manos denotaban nerviosos. Los labios de Perla se movieron para articular un único monosílabo: no.
Sin que los demás se dieran cuenta, apareció Santana con la maleta de Miranda. La dejó a sus pies con delicadeza, sin mirarla a la cara en ningún momento. Poco a poco, todos los personajes fueron abandonados el callejón.
Prácticamente no quedaba nada más que decir.

Déjame darle un tiento a eso, Diego, finalizó Jorge Feix.

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