martes, 6 de octubre de 2015

A macaroni necklace

Irja Virtanen, contemplando la Catedral de San Nicolás, Ljubljana, República de Eslovenia, diciembre de 2004:

El verdadero significado de la palabra samurái es aquél que sirve.
Todo el mundo sabe algo de los samuráis: que fueron una unidad militar asiática de élite –algunos se preguntan si fueron chinos o japoneses-, que tenían la costumbre de suicidarse por motivos éticos y, los que han visto El Último Samurái, de Tom Cruise, piensan que rechazaban las armas de fuego.
Fueron, efectivamente, una élite militar que llevó las riendas de Japón a lo largo de mil años de historia. Al contrario de la creencia popular, su forma de lucha emblemática no consistía en el combate directo mediante espadas de hoja curva –katanas y derivados- sino en el uso del arco a cortas distancias mientras montaban a caballo –posteriormente sustituirían los arcos por arcabuces-. Sin embargo, lo realmente interesante de los samurái no es su habilidad como guerreros –que también- sino su modo de entender la vida. El bushido.
La palabra samurái era el nombre que se les daba desde el círculo exterior. Los mismos guerreros, prefiriendo un término más digno, se autoproclamaban bushi, cuya traducción sería la de caballero armado. De tal modo, el bushido sería la vía del guerrero, un conjunto de principios y valores que preparan al combatiente para pelear sin perder su humanidad. En el mismo corazón del bushido encontramos la aceptación de la propia muerte como un final ineluctable. En muchos casos, los mismos bushi preferían una muerte honorable a una vida sin honra.
En pleno siglo XXI –alejándonos del Japón para contemplar el panorama desde una óptica global- parece imposible un concepto como el bushido. Escogemos la vida ante cualquier otra opción: sin lugar a dudas, preferimos una vida envilecida antes que una muerte de cualquier tipo –ya ni siquiera digna-. El concepto de ética no es nada más que una ficción; un muro imaginario que algunos locos o desarraigados sociales se autoimponen a sí mismo en detrimento de su alcance económico. ¿Quién te dice qué está bien y qué está mal? Las decisiones se toman ahora en base a una pregunta mucho más sencilla: ¿me conviene?
Honor, virtud, bondad, lealtad. Todos estos vocablos –que además suenan farragosos y añejos- no son nada más que las excusas que se inventan los perdedores cuando no han logrado conquistar la cima de la sociedad. Homo homini lupus est, comer o ser comido, el darwinismo puro donde sólo el más apto sobrevive. Una pirámide social está formada por una base y una cúspide; si todos estuviéramos en la cúspide no habría nadie en la base para sostenerla. ¡Los escrúpulos son una losa que te impide pasar por encima de tus competidores por lo que las mismas leyes naturales te instan a deshacerte de ellos!
Los samurái, sin embargo, lo tenían clarísimo hace centenares de años. La muerte es inexorable. Por lo tanto, lo importante es la manera de vivir. ¿De qué sirve ostentar las mayores comodidades y lujos si has tenido que deshumanizarte para lograrlos? A veces, siguiendo con el símil, algunos brokers, los más implacables, se denominan a sí mismo lobos, renunciando a la condición humana y aceptando su vertiente bestial. No olvidemos que los samurái eran soldados. Mataban personas. Pero lo hacían con sus propias manos y mirando a su víctima a los ojos. Acudían al combate, confiando en sus habilidades, aceptando que, tarde o temprano, perderían la vida entre el siseo de los arcos y el rechinar de las katana. Te mataban de forma honrada, en definitiva; por deber. Porque se trataba de su oficio. Y, sobre todo, te mataban sabiendo que algún día ellos morirían de la misma forma.
Lo que está claro es que no te mataban ahogándote en deudas. No te obligaban a morirte de asco, conectándote a una oficina, forzándote a llevar a cabo tareas inútiles y repetitivas durante los siguientes cuarenta años. Te aceptaban como rival y, en cierto modo, te respetaban: te degollaban, joder, vaya si lo hacían, pero su acto estaba revestido de misericordia. Ningún samurái, jamás, hubiera aceptado crear un poblado con el conjunto de sus rivales vencidos y permitirles seguir viviendo a cambio de unos intereses mensuales. Al fin y al cabo, un samurái sabía que su valor como guerrero dependía directamente de la dignidad de sus rivales.
Un samurái podría causarte una herida que te tuviera en cama tres días para, finalmente, morir desangrado tras sufrir una larga agonía. Sin embargo, no usaría el chantaje. No atacaría a tu familia cuando se encontrara indefensa. No envenenaría tu pozo para devaluar su coste, comprar el terreno por dos chavos y luego, previo sobre al concejal de turno, revenderlo por diez veces su precio cuando el nuevo tren construyera la estación justo al lado. No te matarían por dinero, como ahora, pues desdeñaban la codicia y la avaricia. Tenían claro que el parné es un medio y no un fin en sí mismo.
En resumidas cuentas, los samurái de entonces podrían dar unas cuantas lecciones de humanidad a la sociedad de hoy en día. Al principio de todo hablaba del significado del término samurái: aquél que sirve. Para entenderlo, es imprescindible entender concepto de ronin. Literalmente, un ronin era un hombre ola, llamado así porque vagaba errante como una ola en el mar. En la práctica, un ronin era un samurái sin amo al que servir. No había figura más triste que el ronin, quien con toda seguridad iba a consagrar cada segundo de su tiempo a deshacerse de la condición de bushi sin señor, ya que sabía que combatir exclusivamente para uno mismo es una práctica hondamente vacía e inhumana. Actualmente parece que vivimos en un mundo habitado por siete mil millones de ronin. Un planeta tan centrado en el yo que ha olvidado la importancia que envuelve todo aquello que tiene que ver con los otros. Un orbe consagrado al altar del ego con tal fijeza que no presta atención a los conceptos más básicos: no somos nada sino una colonia de micos evolucionados los cuales se necesitan los unos a los otros para sobrevivir; unos monos que no deberían aspirar a la gloria y petulancia del tigre solitario –que vive solo y muere solo- sino conformarse con la sucia, lenta, pesada –y a la vez tremendamente satisfactoria- tarea de despiojarse los unos a los otros.
Hay una leyenda japonesa que ilustra perfectamente las nociones de samurái y ronin, así como la mentalidad propia de aquellos. Cuenta algo parecido a esto:
Cuarenta y siete samurái se vieron obligados -la ética era una obligación, no una opción-, según el bushido, a convertirse en ronin. Su daimyo –su señor- habiendo agredido a un alto funcionario imperial, se impuso a sí mismo la pena que llamamos seppuku, suicidio ritual mediante el cual se intentaba recuperar la honra perdida en vida. Entonces, los cuarenta y siete samurái, impulsados por sus ideas y su modo de entender la vida, decidieron lealmente vengar a su señor quitándole la vida al susodicho funcionario. Una vez logrado su propósito, no huyeron, sino que se entregaron a la justicia. La leyenda dice que el Emperador en persona, conmovido ante la tenacidad, el honor, el sacrificio y la persistencia demostrados, no los perdonó. No podía perdonarlos porque habían cometido un asesinato y sabían el precio que debían pagar por ello. Sin embargo, no los ejecutó como criminales, si no que les permitió que fueran ellos mismos los que pusieran punto y final a su tiempo mediante el seppuku.  La historia todavía no acaba aquí puesto que queda a mi juicio el detalle más humano de todos. Y es que, a la hora de la muerte, su líder, el samurái Oishi, pidió que su hijo fuera el primero.
Todos sabemos que un padre no está preparado para asistir a la muerte de su hijo. La naturaleza lo ha predispuesto todo de tal forma que sea justamente al revés. Por eso, me pregunto: ¿por qué querría contemplar la muerte de su hijo?
Desde una óptica actual sólo hay una respuesta. Se trataba de un demente. Pero, y ¿desde la suya? Quizá para Oishi no hubiera ninguna felicidad comparable a la imagen de su propio hijo muriendo con honor por aquello en lo que creía. Ya que, al fin y al cabo, nadie puede evadir a la muerte por mucho tiempo.

En fin, me pregunto cómo deben ser los samuráis del siglo XXI. Alejados de la katana y la armadura; seres generosos y desinteresados que luchan constantemente contra sí mismos por no caer en la tentación de la opulencia, contra la dulce seducción provocada por los quejidos de tus enemigos al pisar sus cabezas y sentirte, por un instante, superior a ellos: siendo conscientes en todo momento de que un samurái no puede encontrar en otra persona un enemigo sino un rival, ya que el auténtico enemigo siempre es uno mismo.



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