Irja Virtanen, contemplando
la Catedral de San Nicolás, Ljubljana, República de Eslovenia, diciembre de 2004:
El
verdadero significado de la palabra samurái es aquél que sirve.
Todo
el mundo sabe algo de los samuráis: que fueron una unidad militar asiática de
élite –algunos se preguntan si fueron chinos o japoneses-, que tenían la
costumbre de suicidarse por motivos éticos y, los que han visto El Último Samurái, de Tom Cruise,
piensan que rechazaban las armas de fuego.
Fueron,
efectivamente, una élite militar que llevó las riendas de Japón a lo largo de
mil años de historia. Al contrario de la creencia popular, su forma de lucha
emblemática no consistía en el combate directo mediante espadas de hoja curva –katanas y derivados- sino en el uso del
arco a cortas distancias mientras montaban a caballo –posteriormente sustituirían
los arcos por arcabuces-. Sin embargo, lo realmente interesante de los samurái
no es su habilidad como guerreros –que también- sino su modo de entender la
vida. El bushido.
La
palabra samurái era el nombre que se les daba desde el círculo exterior. Los
mismos guerreros, prefiriendo un término más digno, se autoproclamaban bushi, cuya traducción sería la de
caballero armado. De tal modo, el bushido sería la vía del guerrero, un conjunto de principios
y valores que preparan al combatiente para pelear sin perder su humanidad. En
el mismo corazón del bushido encontramos la aceptación de la propia
muerte como un final ineluctable. En muchos casos, los mismos bushi preferían una muerte honorable a
una vida sin honra.
En pleno siglo XXI –alejándonos del
Japón para contemplar el panorama desde una óptica global- parece imposible un
concepto como el bushido. Escogemos
la vida ante cualquier otra opción: sin lugar a dudas, preferimos una vida
envilecida antes que una muerte de cualquier tipo –ya ni siquiera digna-. El
concepto de ética no es nada más que una ficción; un muro imaginario que
algunos locos o desarraigados sociales se autoimponen a sí mismo en detrimento
de su alcance económico. ¿Quién te dice qué está bien y qué está mal? Las
decisiones se toman ahora en base a una pregunta mucho más sencilla: ¿me
conviene?
Honor, virtud, bondad, lealtad.
Todos estos vocablos –que además suenan farragosos y añejos- no son nada más
que las excusas que se inventan los perdedores cuando no han logrado conquistar
la cima de la sociedad. Homo homini lupus
est, comer o ser comido, el darwinismo puro donde sólo el más apto sobrevive.
Una pirámide social está formada por una base y una cúspide; si todos
estuviéramos en la cúspide no habría nadie en la base para sostenerla. ¡Los
escrúpulos son una losa que te impide pasar por encima de tus competidores por
lo que las mismas leyes naturales te instan a deshacerte de ellos!
Los samurái, sin embargo, lo tenían
clarísimo hace centenares de años. La muerte es inexorable. Por lo tanto, lo
importante es la manera de vivir. ¿De qué sirve ostentar las mayores
comodidades y lujos si has tenido que deshumanizarte para lograrlos? A veces,
siguiendo con el símil, algunos brokers, los
más implacables, se denominan a sí mismo lobos, renunciando a la condición
humana y aceptando su vertiente bestial. No olvidemos que los samurái eran
soldados. Mataban personas. Pero lo hacían con sus propias manos y mirando a su
víctima a los ojos. Acudían al combate, confiando en sus habilidades, aceptando
que, tarde o temprano, perderían la vida entre el siseo de los arcos y el
rechinar de las katana. Te mataban de
forma honrada, en definitiva; por deber. Porque se trataba de su oficio. Y,
sobre todo, te mataban sabiendo que algún día ellos morirían de la misma forma.
Lo que está claro es que no te
mataban ahogándote en deudas. No te obligaban a morirte de asco, conectándote a
una oficina, forzándote a llevar a cabo tareas inútiles y repetitivas durante
los siguientes cuarenta años. Te aceptaban como rival y, en cierto modo, te
respetaban: te degollaban, joder, vaya si lo hacían, pero su acto estaba
revestido de misericordia. Ningún samurái, jamás, hubiera aceptado crear un
poblado con el conjunto de sus rivales vencidos y permitirles seguir viviendo a
cambio de unos intereses mensuales. Al fin y al cabo, un samurái sabía que su
valor como guerrero dependía directamente de la dignidad de sus rivales.
Un samurái podría causarte una
herida que te tuviera en cama tres días para, finalmente, morir desangrado tras
sufrir una larga agonía. Sin embargo, no usaría el chantaje. No atacaría a tu
familia cuando se encontrara indefensa. No envenenaría tu pozo para devaluar su
coste, comprar el terreno por dos chavos y luego, previo sobre al concejal de
turno, revenderlo por diez veces su precio cuando el nuevo tren construyera la
estación justo al lado. No te matarían por dinero, como ahora, pues desdeñaban
la codicia y la avaricia. Tenían claro que el parné es un medio y no un fin en
sí mismo.
En resumidas cuentas, los samurái
de entonces podrían dar unas cuantas lecciones de humanidad a la sociedad de hoy en día. Al principio de todo hablaba
del significado del término samurái: aquél que sirve. Para entenderlo, es
imprescindible entender concepto de ronin. Literalmente,
un ronin era un hombre ola, llamado
así porque vagaba errante como una ola en el mar. En la práctica, un ronin era un samurái sin amo al que
servir. No había figura más triste que el ronin,
quien con toda seguridad iba a consagrar cada segundo de su tiempo a deshacerse
de la condición de bushi sin señor,
ya que sabía que combatir exclusivamente para uno mismo es una práctica
hondamente vacía e inhumana. Actualmente parece que vivimos en un mundo
habitado por siete mil millones de ronin.
Un planeta tan centrado en el yo que ha olvidado la importancia que envuelve
todo aquello que tiene que ver con los otros. Un orbe consagrado al altar del
ego con tal fijeza que no presta atención a los conceptos más básicos: no somos
nada sino una colonia de micos evolucionados los cuales se necesitan los unos a
los otros para sobrevivir; unos monos que no deberían aspirar a la gloria y
petulancia del tigre solitario –que vive solo y muere solo- sino conformarse con
la sucia, lenta, pesada –y a la vez tremendamente satisfactoria- tarea de
despiojarse los unos a los otros.
Hay una leyenda japonesa que ilustra
perfectamente las nociones de samurái y ronin,
así como la mentalidad propia de aquellos. Cuenta algo parecido a esto:
Cuarenta y siete samurái se vieron
obligados -la ética era una obligación, no una opción-, según el bushido, a convertirse en ronin. Su daimyo –su señor-
habiendo agredido a un alto funcionario imperial, se impuso a sí mismo la pena
que llamamos seppuku, suicidio ritual mediante
el cual se intentaba recuperar la honra perdida en vida. Entonces, los cuarenta
y siete samurái, impulsados por sus ideas y su modo de entender la vida,
decidieron lealmente vengar a su señor quitándole la vida al susodicho
funcionario. Una vez logrado su propósito, no huyeron, sino que se entregaron a
la justicia. La leyenda dice que el Emperador en persona, conmovido ante la
tenacidad, el honor, el sacrificio y la persistencia demostrados, no los
perdonó. No podía perdonarlos porque habían cometido un asesinato y sabían el
precio que debían pagar por ello. Sin embargo, no los ejecutó como criminales,
si no que les permitió que fueran ellos mismos los que pusieran punto y final a
su tiempo mediante el seppuku. La historia todavía no acaba aquí puesto que
queda a mi juicio el detalle más humano de todos. Y es que, a la hora de la
muerte, su líder, el samurái Oishi, pidió que su hijo fuera el primero.
Todos sabemos que un padre no está
preparado para asistir a la muerte de su hijo. La naturaleza lo ha predispuesto
todo de tal forma que sea justamente al revés. Por eso, me pregunto: ¿por qué
querría contemplar la muerte de su hijo?
Desde una óptica actual sólo hay
una respuesta. Se trataba de un demente. Pero, y ¿desde la suya? Quizá para
Oishi no hubiera ninguna felicidad comparable a la imagen de su propio hijo
muriendo con honor por aquello en lo que creía. Ya que, al fin y al cabo, nadie puede evadir a la muerte por mucho tiempo.
En fin, me pregunto cómo deben ser los samuráis del siglo XXI. Alejados de la katana y la armadura; seres generosos y desinteresados que luchan
constantemente contra sí mismos por no caer en la tentación de la opulencia,
contra la dulce seducción provocada por los quejidos de tus enemigos al pisar sus cabezas y
sentirte, por un instante, superior a ellos: siendo conscientes en todo momento
de que un samurái no puede encontrar en otra persona un enemigo sino un rival,
ya que el auténtico enemigo siempre es uno mismo.
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