Ya
atardece todo rojo a mis espaldas, Max, cuando desafío al sol a esconderse
antes de que llegue a puerto. La carretera es una confluencia de polvo y
alquitrán por donde circulan las ruedas del Impala y, a causa del viento que ha
soplado esta mañana, el coche está salado, qué digo, saladísimo; la pintura se desconcha
a la misma velocidad que disminuye el combustible mientras piso el acelerador
sin atreverme a hundirlo por completo. Pero en realidad no voy al puerto, sólo
era una manera de hablar. Voy al Lux. ¿Qué es el Lux? Su nombre significa luz
en latín, por lo que obligatoriamente se trata de un antro sucio, sórdido y
muy, muy oscuro. Y también barato.
Dejo
el Impala en el aparcamiento, medio vacío, y camino los escasos pasos que me
separan de la puerta del local. El gorila que la franquea se me queda mirando
como si viniera de otro planeta, pero me permite el paso cuando hago ademán de
entrar. Le doy las buenas noches, tratando de ser educado, pero no se digna a
responderme. A los cinco segundos me he olvidado de él.
Una
vez dentro es tan fácil como dejarse llevar por la atmósfera.
Independientemente de lo que esté sonando, los principios siempre son
difíciles. Soy un tío lento y terco, por lo que los primeros minutos debo
pasarlos en la barra, amarrado a mi primera copa, murmurando por lo bajo (o
quizá sólo mentalmente) lo horrible que es el lugar. El proceso de adaptación
dura aproximadamente hasta la tercera copa, si la noche es especialmente
complicada, puede que necesite cuatro. Cinco, seis, y entonces desaparecen las
preocupaciones. Soy adicto a la despreocupación, toda mi vida gira en torno a
ese concepto: lunes por la mañana, nueve en punto. Lo primero que ocupa mi
mente al despertarme es la obligación de levantarme. Es típico, lo sé, ¿quién coño
quiere levantarse pronto? La gente que se quiere, qué digo, los que se adoran.
Los que saben (o no lo saben pero lo intuyen) que es necesario levantarse
pronto para hacer cosas de provecho. Y ahí está justamente el punto de
inflexión. ¿Qué cosas son de provecho? Porque yo vivo con la inconfesable
certeza de que me estoy muriendo.
No
nos pongamos dramáticos. No padezco cáncer, ni cirrosis hepática, ni siquiera
granulomatosis de Wegener, que teniendo en cuenta mi edad es un tipo de
vasculitis que todavía tardaré unos cuantos años en contraer. Mi diagnóstico es
mucho más sencillo: pesimismo crónico. Soy incapaz de ver las cosas de un modo
positivo, brillante. Por eso soy un adicto, porque no sé vencerme a mí mismo, y
si no puedes con tu enemigo, únete a él. ¿Que me estoy matando lentamente? Pues
sí, y conscientemente. Seguramente penséis que soy un gilipollas que no aprecia
el regalo de la vida, un desaprensivo sin voluntad, que teniendo todas las
herramientas para triunfar, se marchita en su propia miseria. Y la verdad es
que tenéis toda la razón del mundo, aunque yo lo llamo de otra forma: lucidez.
Sabes,
Max, hay una serie de cosas de las que estamos seguros pero no nos atrevemos a
pensarlas en primer plano. Pongamos, ahora que estamos en la era digital, que
nuestro cerebro es un ordenador. Están todos aquellos programas que
voluntariamente (o eso creemos) ejecutamos. Pensamos en fútbol, en política, en
dinero, en mujeres. Yo pienso un montón en mujeres, seguro que tú también.
Incluso las mujeres piensan una barbaridad en mujeres. ¿A quién no le gusta
pensar en mujeres? Sin embargo, luego están los procesos en segundo plano.
Estás andando por una calle cualquiera cuando te cruzas con dos preciosidades,
una es morena con los ojos verdes, los pómulos subidos y la nariz un pelín
demasiado grande. La otra también es morena, de ojos achinados y marrones,
párpados languidecientes y facciones angelicales. Estás concentrado en los
valores bursátiles de tal o cual, en la cena del martes con el grupo de pádel,
en si el color verde será adecuado para la habitación de tu hijo nonato. No
importa, estás a lo que llamaríamos tu rollo cuando te cruzas con ésas dos, te
despistas un momento, las miras de refilón (no dejas de caminar, no eres tan
animal) y te permites un descanso momentáneo para decirte: qué jodidamente
guapa era la de la izquierda.
Y
una puta mierda. Ésa es la mentira que te cuentas a ti mismo, a tu yo
civilizado, a la fachada que has creado con tanto sacrificio. ¿Sabéis cuál es
la única manera de convencer a los demás de que la ficción es la realidad?
Creyéndoselo uno mismo. Fingiendo hasta el punto en el que eres incapaz de
discernir la una de la otra, como dos mujeres igualmente preciosas pero
indiferenciables. Eso es lo que hacemos, eludimos reflexionar sobre los
procesos en segundo plano que nuestro ordenador cerebral activa: ¡Guapísima
esta pava! Te dices a ti mismo, Max, porque te lo dices, visualizas en tu
imaginación cada uno de los vocablos y los lees como si se trataran de
subtítulos. Pero no es así. En el fondo, y lo sabes, aunque te joda, has estado
analizando, comparando sus tetas, concibiendo culos perfectos, repasando el
Kamasutra, soñando despierto con lo que le harías a una u otra. No importa si
tienes mujer, hijos, estás soltero, divorciado. Todo eso es increíblemente
contingente, marginal. Eres un simio salido, esa es la verdad, un mono pajero
que lleva unos Levis’ vaqueros por encima de unos Calvin Klein de cuarenta
pavos la unidad, es decir, un completa absurdidad, un esperpento de ti mismo que
no tiene miedo de mirarse al espejo cóncavo porque ha luchado con tanto ahínco
por esa imagen de sí mismo que ahora sería una pena echarla a perder.
Yo
soy siempre así. Consciente. Directo. Trágico. Hasta que llego a la octava copa
y entonces todo cobra sentido. La música, la falta de Lux (vaya mierda de
chiste), las ocho horas seguidas del barman a también ocho euros cada una. Un
led verde se torna rojo en mi cabeza y entonces es cuando se apagan mis
sensores y soy feliz de verdad: ya no analizo, desaparecen mis procesos en
segundo plano. Me simplifico, y, por lo tanto, se desintegran mis
preocupaciones. Todo aquello que antes me parecía incoherente cobra de golpe
sentido. Con la décima copa rebaño los últimos vestigios de ansiedad en mi
cabeza y por fin alcanzo la libertad. La libertad de un heroinómano colocado,
sí, pero libertad al fin y al cabo.
Ligero
de equipaje mental, paseo la vista por el Lux. No se ve una mierda, pero no me
hace falta. Me basta con la intuición. Cada persona tiene un aura (cuando vas
borracho) y el color del aura determina cómo es esa persona. Si es verde, es
que es pacífica. Si es roja, es que se quiere pegar. Estas dos son las
clásicas, las asociaciones inconscientes más normales. Pero ahora vienen las
interesantes: si es azul eléctrico, es que vende drogas a buen precio, si es
naranja es que está triste y por lo tanto es vulnerable. Por el contrario, si
tiene dos colores, es que no es alguien de fiar, puesto que un día se comporta
de un modo y al siguiente hace todo lo contrario. El Lux, al ser un sitio de
mierda, siempre está lleno de naranjas y azules eléctricos. Pero esta noche hay
algo sobrenatural. Allí, en mitad de la pista de baile (por llamarla de algún
modo, porque quiere ser una pista de baile y no de patinaje), hay un aura que
destaca, como si un foco la alumbrara perennemente. Se trata de un aura morada,
la más extraña de todas, un aura rarísima que lleva dos características
asociadas: la primera, es que es un espécimen ideal. La mujer perfecta, el
príncipe azul, el Santo Grial. Lo que más desees en el mundo. La segunda
característica es el dolor. Lo mejor y lo peor, el ying y el yang, la luz y la
oscuridad.
De
todas formas, ¿cómo resistirse? Si total, de algo hay que morirse, al menos que
sea de forma intensa. A mí me gustan las pelirrojas, es más, me fascinan. Por
lo tanto, se trata de una pelirroja. Una pelirroja altísima, Max, aunque quizá
son los tacones; pecosa, nariz respingona y barbilla ligeramente afilada. Lleva
una blusa blanca y sólo ligeramente escotada, unos pantalones vaqueros ceñidos
y no me atrevo todavía a preguntarle de qué marca son sus bragas, aunque en mi
cabeza ella me responde que no lleva. Yo también soy un mono lujurioso, qué le
vamos a hacer.
No
hay a nadie a su alrededor. Es decir, me explico. Hay gente a su alrededor,
muchísima. Los buitres la cercan y las otras mujeres la contemplan con abierta
hostilidad, especialmente las de aura amarilla (aura amarilla: falta congénita
de autoestima), que aunque no son conscientes de su color sí que pueden
sospechar algo extraordinario en su más temible adversaria. Pero, mientras que
el contacto físico es una constante entre el resto de asistentes, parece que entre
todos hay un pacto tácito por el cual ella merece una atención especial, tiene
derecho a diez centímetros de distancia en dirección a cualquier otra
epidermis. Así que ella está en su burbuja, con los ojos cerrados, viviendo el
momento. Y yo la veo desde mi refugio en la barra y el corazón se me acelera,
es un topicazo, sí, pero también la verdad. A ciento y pico pulsaciones por
minuto podría estar haciendo ejercicio físico intenso, pero es que acabo de ver
una morada. Una jodida morada en el Lux.
Apuro
de un solo trago la undécima copa y me dirijo sin titubear (o eso creo) hacia
ella. Me abro camino entre miríadas de idiotas musculados y solteronas
repeinadas, cosechando sus ceños fruncidos llenos de desaprobación. No me
empujes, gilipollas, me dicen sus cejas arqueadas, pero me la sudan más que el
gorila de la puerta. Llego al mismísimo epicentro de la pista de baile, allí
donde se originó todo, y me desprendo de mis miedos más atávicos con la
facilidad que sólo puede concederme el alcohol. Intento llamar su atención
chillándole en la oreja, pero ella está en trance y no me oye. Tras intentarlo
un par de veces, me decido a ponerle la mano en el hombro, aunque lo hago con
mucha suavidad, temiendo que esté electrificada. No lo está. Al sentir mis
dedos abre súbitamente unos ojos inaccesibles y la muy guarra (digo guarra
porque en el fondo, y en la superficie, soy un cerdo machista) me folla ella a
mí con unos iris que son puro ónice.
—Te he visto desde lejos y me he acercado
para decirte que brillas con luz propia cuando bailas en este tugurio de mierda
—grito con todas mis fuerzas para que mi mensaje le llegue a través del
ensordecedor barullo.
—¡Muchas gracias! —contesta ella,
sorprendentemente amigable. Después su rostro se contrae en una expresión
enigmática—. ¡La carretera, la carretera!
—¿Cómo dices? —pregunto sin entender a qué
se refiere.
—¡Por favor, presta atención a la carretera!
Mis
ojos, mucho más accesibles que los suyos, se abren repentinamente. Doy un
volantazo mientras busco a tientas el freno y por suerte lo encuentro a la
primera. El Impala se me cala y el motor ruge de una forma excesivamente fea.
Abro la puerta y salgo un momento a contemplar la noche infinita. Me cago en su
putísima madre, grito a pleno pulmón para todo aquél que quiera escucharme, que
seguramente es nadie.
Al
final, Max, estoy doblemente jodido. Porque no tengo ninguna puta prisa por
morir.
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