lunes, 18 de julio de 2016

En ascuas (1/7)



—Los hombres somos como suspiros que, mecidos por el viento, buscan el amor. Suspiros frágiles, escurridizos, volátiles —dice Manuel Machado.
Quería empezar la historia con esta cita. ¿Quién es Manuel Machado? Un poeta, un poeta famoso. Hermano de otro poeta famoso, Antonio Machado: caminante, no hay camino, se hace camino al andar.
Te suena, ¿verdad? Sí, lo sé. Pero me estoy quedando contigo. Lo único que comparte el hombre que acaba de hablar con el Manuel Machado famoso es el nombre. Este otro Manuel Machado es una personalidad reconocida por otras cosas, principalmente por ser el padre de mi amigo León. Pero, poco a poco, que me estoy adelantando.
León Machado, su padre, Manuel y su hermano, también llamado Manuel, serán algunos de los protagonistas. Pero habrá muchos más.  Hablaremos de amistad, de neurociencia, de pasar hambre. Pero no nos limitaremos únicamente a estos temas. ¿Somos realmente frágiles suspiros? Quizá lo descubramos.
Jorge Feix al habla. Tengo muchas cosas que contar. Sólo daré una pista: todo lo relatado acontece en un lapso de dos días; el día de la boda y las vísperas de éste. Ésa es toda la información que te doy. Se trata de un viaje por mi memoria para el que no hay mapa. Si quieres uno, te lo dibujas tú mismo.
Todavía haré una concesión más: el recuerdo número uno será también el primero en el eje cronológico. A partir de ahí, la temporalidad corre por tu cuenta.
Ahora, por fin, pongámonos manos a la obra. Abramos la función con una pregunta: ¿Donde empiezan todas las historias que valen la pena?
Si me conoces, ya sabes que la respuesta sólo puede ser una; en el coche de Diego Santana.


Recuerdo número I:
Ahí avanza el Volkswagen Passat plateado, dejando tras de sí una estela en llamas. La verdad es que estoy exagerando.  Pero sí que iba bastante deprisa. Diego es un buen conductor, pero la prudencia no es su fuerte. Si lo ve oportuno, no desaprovecha la oportunidad de acelerar hasta sentir esas cosquillitas en el estómago producto de la velocidad. Por lo demás, circulábamos en silencio.
Hay amistades que te permiten el silencio, las hay que no. Diego es una de las que sí lo permiten. Podíamos pasarnos minutos enteros, él siempre como piloto, conduciendo, yo siempre de pasajero, reclinados en los asientos de cuero, cada uno perdido en sus propias cavilaciones sin sentir la necesidad imperante de compartir nada. Compartíamos el silencio, la ausencia de ruido, la tranquilidad que te concede saber que estás acompañado a la vez que mantienes tu propio espacio  personal. Así, con el estómago atenazado y el viento fresco entrando a ráfagas por la ventanilla bajada es como se me han ocurrido (o directamente me han ocurrido) algunas de las mejores historias.
Arriba la noche está bien cerrada, ya que la contaminación lumínica propia de las ciudades nos impide ver cualquier estrella, pero da igual. Ya hay suficientes astros a ras de suelo como para tener que ir a buscar los más alejados. Diego con la vista fija en la carretera y yo también con la vista fija en la carretera, los dos pensativos, casi confinados en nuestros propios miedos, cada uno en los suyos propios. De golpe, en una rotonda, hay estacionado un coche patrulla de la Guardia Civil. Pasamos de largo sin que los agentes nos llamen la atención. El camino sigue, otro par de rotondas, hemos tomado el desvío equivocado, debemos volver atrás. Diego Santana suelta unos cuantos improperios pero se resigna. Volvemos a la rotonda primera, donde hemos encontrado a la Guardia Civil apostada. Al vernos por segunda vez quizá piensan que somos sospechosos de algo y nos dan el alto. Se acerca a la ventanilla de Diego un hombre bajito con bigote falangista:
—Buenas noches, caballeros —dice el Guardia Civil—. ¿Tienen algún problema?
—Para nada, agente, todo correcto —responde Diego con muy buenos modales.
—Es que me he fijado en que su vehículo tiende a desviarse ligeramente hacia la izquierda —insiste el otro.
—Ah, no se preocupe por eso, agente. Es que los dos somos votantes de Podemos.
El policía no dice nada más. Vuelve a su vehículo a pasitos cortos, cabizbajo. Nos hace un gesto, como diciendo adelante, seguid vuestro camino. Y vaya si lo vamos a seguir.
Miro a Diego Santana, él me mira a mí. Nos ponemos a reír a carcajada limpia. Enciende y apaga las largas a modo de celebración. Si antes estábamos pensativos, ahora estamos eufóricos.
—Es cierto, Jota —dice Diego Santana.
—¿Qué es cierto?
—Esto no ha hecho más que empezar.
Paramos en una gasolinera. Son las diez de la noche y no queda ya ningún supermercado abierto. Diego me espera en el coche y yo me apeo para comprar algún detallito. No queremos presentarnos con las manos vacías.
—Buenas noches —le digo al dependiente, situado éste detrás del mostrador con una increíble cara de sueño—. ¿Tienes algún vino blanco?
El tío me mira como si le hubiera preguntado algo absurdo. Se queda unos cuantos segundos quieto, posiblemente engrasando los engranajes de su cerebro, y finalmente se da la vuelta para coger una botella. Me la alcanza sin decir nada.
—Disculpa —le contesto yo tras examinar la botella— pero esto es un tinto.
—Vaya —dice el otro, recogiendo la botella y cambiándomela esta vez por una de vino blanco—, yo es que no sé mucho de vinos. Con eso de blanco creía que te referías a la etiqueta.
Pago lo que debo, me pongo el vino bajo el brazo y vuelvo andando tranquilo hasta el coche. Le cuento la anécdota a Diego y empezamos a mofarnos del dependiente. Igual resulta un poco injusto, pero nos sube el humor. Entre bromas recorremos los últimos kilómetros y llegamos por fin a nuestro destino.
Se trata de una casa de campo. Más de 10.000 metros de terreno, según nos explicarán más tarde. Diego aparca el Passat junto a otra media docena de coches. Parece que llegamos los últimos.

El edificio está a apenas unos cuantos pasos. Una casa de una sola planta, espaciosa, recién pintada. La rodea una terraza con mesas y sillas, donde la gente se saluda, charla y espera pacientemente a que llegue la comida. El telón de fondo perfecto para una buena historia.


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