lunes, 8 de agosto de 2016

En ascuas (4/7)

Memoria número IV:
La sociedad está experimentando un retroceso, un proceso de re-animalización —dice don Armando sin elevar el tono de voz, como si no se tratara de una sentencia demoledora sino una trivialidad cualquiera—. Antes, hace treinta años, te carteabas con un amigo  y a éste le daba vergüenza mandarte un sobre lleno de faltas de ortografía. Hoy en día, entre Facebook, Twitter y la concha de su madre —Rita, de origen chileno, se da cuenta de que está imitando su acento y se ríe a carcajadas—; entre caritas, felices y tristes, abreviaciones, supuestos conocidos por todos menos por mí y, en fin, qué sé yo… Ya no entiendo un carajo de lo que me dicen.
Vale, perdón. Otra vez lo de siempre. Está bien, rebobinemos.
La hierba, normalmente verde, se vuelve de un color indeterminado al caer la noche. Más marrón, más parda. Más salvaje. Quizá es la noche la que vuelve las cosas salvajes. Esta noche, la de hoy, todavía es joven, acaba de llegar. Pero ya empiezan a notarse sus efectos. La hierba  casi salvaje está llena de pisadas, que van desde una talla 27, propia de una niña pequeña, hasta un 48, que se parece más a un esquí que a un pie humano. Aunque podemos encontrar huellas que van en todas direcciones, la mayoría se concentran hacia un punto en concreto: las mesas. Ocho o nueve, casi todas redondas, con cubertería completa para ocho o nueve comensales cada una. Hay una que sobresale entre las demás. Es la mesa reina, o la mesa presidencial si prefieres un lenguaje republicano. Ésta última es distinta, en lugar de redonda es alargada y está algo separada de las demás. Es la mesa de los novios, el palco donde Júnior y Fe dominan la velada a la que nos han invitado.
De todos modos, lo más interesante está en otra parte. Si alguna vez has organizado una boda, sabrás que la colocación de cada uno de los invitados es una tarea complicadísima. No puedes sentar a cualquiera al lado de según quién; si lo haces, corres el riesgo de incendiar la ceremonia. Por lo tanto, cada una de las mesas suele ser temática: compañeros de trabajo, familia del novio, familia de la novia, amigos de la infancia… Y, cómo no, existe la mesa mixta. Aquella donde concurren dos tipos elementos: los inclasificables y los que no sabes dónde poner. Yo formaba parte de esa mesa.
—Miren, chicos —dice don Armando mientras toma un sorbo de su copa de vino—, ustedes saben quién es Vargas Llosa, ¿verdad?
A mi izquierda se encuentra Rita, jugando con su propia copa. A mi derecha, León, mirando a don Armando con mucha atención. Los tres asentimos con la cabeza.
—Pues, verán; yo soy peruano, y allí, en el Perú, tenemos a Vargas Llosa, como ustedes dicen, hasta en la sopa. Es lectura obligatoria en los colegios, tema de conversación en cualquier círculo literario; ¡el único premio nobel en la materia que ha habido en el Perú! Imagínense, muchachos, todo el mundo lo idolatra, lo venera, y sólo falta que le construyan un altar en el centro de Lima. Sin embargo, yo les voy a  confesar una cosa: ¡Vargas Llosa me aburre hasta el infinito! ¡Me quedo dormido leyendo sus novelas! Pero claro, yo sólo soy un humilde ignorante.
Se acerca una camarera con una botella de vino. Aunque no dice nada, con su gesto se está ofreciendo a rellenarnos las copas.
—Por favor, por favor, ¡llénenos la copa a todos! —dice don Armando a la vez que se gira para mirar a la camarera—. ¡Qué hermosa cabellera roja!
La camarera no se sonroja, pero sí que se sonríe. Parece que está acostumbrada a todo tipo de público y no hay situación que la incomode. No se enfada ni cambia su actitud risueña; al revés, le sigue la corriente a don Armando:
—No se fíe, caballero, ¡que voy teñida!
Rita lleva toda la noche riéndose, se lo está pasando bien. Le hace un gesto a la camarera para que se aproxime, liberándola de las garras de don Armando.
—Escucha —dice Rita—, ¿podrías conseguirme un ron con cola? Esto de los vinos no va demasiado conmigo.
Rita y la camarera han hablado varias veces a lo largo de la tarde, creando cierta complicidad. La camarera le guiña un ojo y desaparece de nuestra vista.
—Bueno, joven —prosigue don Armando después de la interrupción, esta vez mirándome a mí—, en esta mesa somos todos unos alborotadores y usted está muy calmado y silencioso. ¿Le solicito un cambio de mesa?
—No se preocupe, me han puesto aquí adrede: ¡yo soy el contrapunto, el equilibrio!
Don Armando estaba dándole un trago a su copa y empieza a toser. Le ha gustado mi respuesta. Parece que no se la esperaba.
—Vaya, vaya. He oído por ahí que se dedica a la escritura. Dígame, ha leído a Vargas Llosa?
—No mucho, la verdad. La Fiesta del Chivo y La Casa Verde, nada más. Tengo en casa prácticamente la colección completa, pero no hay manera. Como dijo usted, y aunque sea una opinión impopular, me aburre bastante.
—Bueno, yo quería contarles una cosa en concreto sobre Vargas Llosa. Resulta que ha estado casado con tres mujeres a lo largo de su vida: la primera con una tía suya, durante casi diez años, la segunda, ¡con una prima suya! Con esa sí que estuvo más de treinta años; y ahora, en la vejez, seguramente cansado de toda una vida con la misma mujer, ¡a los ochenta años se divorcia y se casa con la Preysler! ¡Parece que al muy huevón le gustaba tirarse a las de su propia familia!
La mesa entera estalla en carcajadas. Al lado, su mujer, lo mira con cariño. No está incómoda, no se avergüenza de él; tampoco se limita a tolerarlo. Es directamente cómplice de los actos y las palabras de su marido: ella no interviene, no dice nada, pero de algún modo consigue llamar mi atención. Don Armando es un ser extraño, fuera de lo común, pero también extrovertido. Es inteligente, observador y locuaz, no le cuesta apenas esfuerzo ganarse al público, y, pese a todo, me fascina todavía más su mujer. Sé que él es peruano, e imagino que ella también. No conozco lo suficiente los diferentes acentos latinoamericanos como para poder asegurarlo. Aun así, sabiendo que es una mujer sudamericana nacida seguramente en los setenta, me sorprende la catadura moral que la envuelve: es capaz de contemplar cómo su marido intenta seducir cualquier cosa en movimiento sin ni siquiera despeinarse. Eso indica una seguridad en sí misma fuera de lo corriente, y por lo tanto, interesante. Me pregunto qué clase de mujer será. Pero no lo hago en voz alta.
Las hijas de don Armando están hablando de la habilidad especial que tiene su padre. Dicen que con sólo estrecharte la mano es capaz de saber cómo eres. Rita es la primera en ofrecerse como voluntaria.
—Tú eres posesiva, valiente y con mucha sangre. Como una gata defendiendo a sus cachorritos, que no se acerquen a los tuyos o saldrás a protegerlos con uñas y dientes.
Nos giramos todos hacia Rita para comprobar qué efecto han tenido sobre ella las palabras de don Armando. Parece que ha dado totalmente en el clavo. Ella baja la vista, como compungida, como si se sintiera desnuda ahora que la han retratado en público, pero sólo le dura un momento. Rápidamente vuelve a levantar la barbilla, orgullosa, desafiante: no se avergüenza para nada de ser como es.
—Y usted, joven, ¿me permite? —dice mirándome a mí—. Si no le importa, claro, no querría incomodarle en un día como hoy.
—Por supuesto, sin problema —respondo a la vez que alargo la mano en su dirección—. Sólo una pregunta antes: ¿se trata de ciencia o intuición?
Me estrecha la mano con delicadeza… pero sin llegar a ser pusilánime. No aprieta con todas sus fuerzas, no pretende aparentar una firmeza excesiva. Es un apretón amistoso, cordial.
—Ay, es un joven muy apasionado. ¡Y sabe hacer las preguntas que me cagan de verdad! Puede que no lo parezca, así, tranquilo, pacífico, pero por dentro le fluye un río de frenesí. También veo soledad, ¡muchísima soledad! ¡Eres un huevón solitario!
—¿Y quién no está solo, don Armando?
En su rostro leo consternación y duda. No tarda ni un segundo en responderme.
—¡Él —dice señalando a León—, y ella —haciendo lo propio con Rita—, y nosotros! —Con el dedo índice dibuja un círculo en el aire—. Estás cagado de soledad, hijo, y perdona si te llamo hijo, espero que no te importe.
Luego nos habla un poco de su vida, de cómo nunca tuvo un hijo varón, cómo estudió sociología para luego vender galletas puerta a puerta y acabar escalando en su vida laboral. La conversación es cautivadora, y las copas parecen llenarse solas. Aunque nos acabamos de conocer, parece que fuéramos amigos de toda una vida. Don Limpio se pasea entre las mesas, asegurándose de que todo marcha según lo establecido. A veces, de forma aleatoria, la charla se interrumpe, nos ponemos todos de pie y empezamos a corear el nombre de algún asistente. A veces, es nuestra propia mesa la que inicia los cánticos. En un momento dado, don Armando se levanta y propone un brindis por mí. Siento vergüenza al ver a tanta gente coreando mi nombre, así que me refugio en mi copa y doy un largo trago hasta que enmudecen los ecos.
—Entonces —interviene León—, ¿a qué se dedicaba exactamente, don Armando?
—Yo trabajé como comercial para una farmacéutica gringa. Promocionaba medicamentos en el Perú para llenar los bolsillos norteamericanos. Si hubiera podido aprender a hablar inglés, quizá hubiera escalado todavía más alto, pero esto es otra historia. ¿Conocen el Prozac, muchachos? Nosotros fuimos los encargados de distribuirlo por primera vez en Latinoamérica. Aunque no estoy orgulloso de ello, puedo decir que nosotros inventamos la depresión. Antes la gente estaba triste, igual que ahora, pero no se diagnosticaban depresiones clínicas. No tenían el valor para tirarse por el puente hasta que llegó nuestro medicamento. Ahora tienen el empujón necesario para salir el tiempo justo de la apatía como para descerrajarse un tiro. Hoy en día todo el mundo anda hablando de los trastornos relacionados con la serotonina, como si esa fuera la única y verdadera causa de la infelicidad mundial. Pero no, muchachos, ustedes sólo tienen un deber: ser felices. Yo nací pobre y logré todo lo que tengo a base de mucho esfuerzo, pero vosotros, una generación que ha crecido con exceso de todo… el reto de la felicidad va a ser incluso más complicado para vosotros.
Todos habíamos mojado los labios en vino ya más de la cuenta, así que recibimos sus proféticas palabras con gravedad. De todos modos, una boda no es lugar para lamentaciones, así que, prácticamente sin buscarlo, el coloquio se desvió hacia otros derroteros más alegres.
—De verdad, muchachos —continuó don Armando— que estoy muy feliz de poder tener una conversación así, con vosotros, unos jóvenes tan inteligentes. Allí, en Lima, siempre me junto con gente de mi edad. Todos tenemos más o menos las mismas ideas, por lo que los idearios se vician de tan parecidos que son. Sin embargo, aquí, con ustedes, estoy experimentado una sensación muy refrescante. Es algo que no tengo la oportunidad de hacer a diario, así que les estoy muy agradecido; es más, les voy a explicar una historia algo más agradable, para que no todo lo hablado hoy tenga ese tinte lóbrego. Pues bien, yo tengo un sobrino, que ya es mayorcito, frisa la treintena, es fotógrafo profesional y se gana su buena plata. La cuestión es que este sobrino mío es gay: homosexual, joto, boyo, marico, mostacero, puto. Ya saben, hay mil palabras para describirlo. Y también saben cómo son recibidos en Latinoamérica; acá en Europa quizá son algo más tolerantes, pero allá… En fin. Pues mi sobrino es homosexual, y yo tengo amigos, hombres serios, curtidos, que vienen a mi casa y ven a mi sobrino y le dan un abrazo pero se lo dan reluctantes, dubitativos, recelosos. ¿Pero recelosos de qué? ¿De que se saque la verga ahí mismo? ¿De que les transmita la homosexualidad por vía aérea? No lo sé, no tengo ni idea, pero les puedo asegurar que es cosa de viejos. Porque ustedes los jóvenes lo tienen ya por algo natural, no se escandalizan, no lo demonizan,  y eso es muy buena señal; señal de que quizá avanzamos en algo.
La charla se ha prolongado a lo largo de las horas. La mayoría de las mesas están ya vacías, reuniéndose en torno a la pista de baile. Tenemos los ojos mojados y etílicos y los sentimientos a flor de piel.
—Muchacha —dice don Armando refiriéndose a Rita—, creo que esto le pertenece.
Y con mucha naturalidad, se afloja la corbata para quitársela y ensancha el nudo hasta que adquiere la circunferencia de una cabeza normal. Acto seguido, se la coloca a Rita como si fuera una diadema.

—¡Y ahora ha llegado el momento de bailar!

No hay comentarios:

Publicar un comentario