lunes, 5 de septiembre de 2016

En ascuas (8/8)

No hay número VII, que da mala suerte.

Recuerdo número VIII:
Yo diría que ya se ha acabado todo. Los cuatro gatos restantes nos agrupamos en torno al disc-jockey, que está recogiendo los utensilios y preparándose para marchar. Júnior ya le ha pedido que se quedara una hora más, hasta la llegada del autobús, y ha cumplido con creces. Me fijo en un bulto a su lado, se trata de un estuche. Me pregunto qué instrumento lo ocupará para, un momento más tarde, percatarme del saxofón alto que descansa a pocos metros de distancia, apoyado en la columna. Parece que no soy el único que se ha dado cuenta.
—¿Sabés alguna de Paul Desmond? ¿Por ejemplo… Take Five? —pregunta el argentino con la voz ronca.
Ni siquiera oigo la respuesta del pinchadiscos. Su actitud corporal parece defensiva, seguramente está cansado y desea irse ya, pero no le dejan. Dos o tres personajes más se suman a la presión hasta que el disc-jockey cede:
—Está bien, está bien. Ya no es hora de tocar el saxo, pero os pongo dos o tres temas más antes de irnos.
Vítores, muchísimos vítores. Me encantan los vítores. Aunque me muero por llegar a casa, soy capaz de apreciar el heroísmo de este hombre. Ya lo decía antes que una fiesta nunca acaba hasta que el último bailarín no para.
Los cuatro gatos (excepto yo y unas pocas sombras más) vuelven a la pista de baile para agotar las canciones restantes. Yo permanezco en el círculo exterior, derrengado, concentrando todas mis fuerzas en el simple pero delicado acto de mantenerme en pie. Sénior me ve y se me acerca. No parece cansado sino pensativo, como si algo lo inquietara.
—¿Qué, Jorge, con ganas de irte?
Asiento con la cabeza para ahorrarme un monosílabo.
—Aunque la verdad es que me lo he pasado muy bien —añado, para no parecer hosco.
Sénior echa unas cuantas miradas furtivas a los lados, como si buscara a alguien con la vista. Tarda un tiempo antes de volver a hablar.
—Dime, Jorge, ¿cuántos años hace que conoces a León?
—Pues yo diría que casi veinticinco —respondo sin pensar.
—¿Y nunca os habéis peleado, dejado de hablar…?
—Sí, claro. A intervalos regulares. Somos bastante diferentes, en realidad, y tenemos nuestros más y nuestros menos, pero es algo normal. Al fin y al cabo, quien no discute es porque no habla. Como nunca ha habido mala fe, seguimos siendo amigos.
—Es curioso porque me recuerda a un amigo mío con quien hice en la mili. Lo conocí hace más de cuarenta años y todavía seguimos en contacto constante. Me alegra de que te ocurra algo parecido con León.
—Pues ya ves, don Manuel —Lo llamo don mitad en broma mitad en serio, pues sé que le gustan las muestras de respeto; también lo hago para quitarle hierro al asunto. No sé qué preocupaciones cruzan su mente, pero no es el día ni la hora de abordarlas—, aquí estamos, en la boda de su hermano. ¡Y si no me ocurre nada malo, aquí seguiré por muchos años!
—Tú, Papá, ¿ya le estás comiendo la oreja a Jorge? —dice Júnior, haciendo acto de presencia.
—Qué va, si estamos aquí charlando amigablemente —respondo yo—. Por cierto, estarás orgulloso, ¿no? Una boda fantástica, un éxito rotundo. La gente no se quiere ir de lo mucho que está disfrutando. Y vaya, el artífice de toda esta felicidad has sido tú, así que puedes estar orgulloso.
Se cruzan miradas entre padre e hijo. Noto que Júnior está exhausto, a saber a qué hora se ha levantado. Seguramente lleva más de 24 horas despierto.
—Gracias, tío, de verdad. Un placer haberos tenido a todos por aquí.
—¿León? ¡León! —Aprovecha para gritar Sénior a su otro hijo al verlo pesar por delante de nosotros—. Acércate aquí, hombre, ven un rato con tu viejo, tu hermano y tu amigo.
—¿Qué hay de nuevo, viejos? —dice colocándose entre su padre y su hermano.
Me guardo una imagen de la estampa que estoy contemplando: los tres Machado juntos, abrazados por los hombros formando una cadena humana. Quizá es por las horas, pero me resulta un dibujo conmovedor. ¿Cuántas desgracias hay que soportar para valorar una noche así?
Mi pregunta queda sin responder. El disc-jockey ha lanzado su ultimátum: la última y me voy. Es un tema comercial, de moda. Creo que es work, aunque no me fío mucho de mi memoria. Estoy un poco separado del trío Machado, concediéndoles su espacio a la vez que observando el conjunto, cuando es otra figura la que me llama la atención. Está sola en mitad de la pista, defendiendo las Termópilas como si se tratara de la última espartana. Fuerzo la vista y entiendo súbitamente que no podía ser otra persona: se trata de Isabel Allende, la madre de los Machado, deslizándose por la pista de tal forma que sólo se puede describir como dándolo todo.
—Escucha, Manuel —pregunto a Sénior mientras que trato de grabar la escena al completo en mi memoria—. ¿Recuerdas la frase que dijiste ayer, en la barbacoa, sobre los suspiros? ¿A qué te referías exactamente?

—Tú espérate a tener unos cuantos años más, Jorge. De momento ni siquiera llegas a los treinta, y todavía te falta mucho mundo por ver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario